La malaria es una enfermedad
infecciosa que necesita de un vector, la hembra del mosquito anófeles, para
transmitirse. Tanto el insecto como el humano, la mayoría de veces un niño,
deben compartir el mismo hábitat y en unas condiciones determinadas. De hecho,
la progresiva urbanización de cada vez más amplias zonas del mundo parece
llevar aparejado una disminución de casos, al menos en ciertas áreas
consideradas endémicas hasta hace poco: si
el entorno natural de la mosquita se transforma, ésta desaparece y ya no
puede ejercer su función de transmisora de la enfermedad.
Pero, ¿hasta qué punto existe una
relación directa entre desarrollo socio-económico y riesgo de exposición a la
malaria? Al fin y al cabo, la urbanización es un signo de cambio en el modelo
económico y social, y aunque suele ir aparejada con el incremento del PIB nacional,
también lo está con el aumento
de la desigualdad interna de los indicadores de salud.
Lucy Tusting de la London School of Hygiene and Tropical Medicine
(LSHTM) y su colegas británicos y sudaneses han rastreado los estudios
disponibles sobre el particular con el fin de averiguar si el progreso
socio-económico es una herramienta útil de control de la malaria. Más en
concreto, quisieron determinar si el riesgo de malaria de niños entre los 0 y
los 15 años de edad se relacionaba con su estatus socio-económico. De los casi 4.700
estudios revisados, 20 cumplieron con los criterios de inclusión para el
análisis cualitativo aunque sólo 15 disponían de los datos necesarios para ser tenidos en cuenta en el meta-análisis. Los resultados de la investigación, que ha
contado con el apoyo económico de la cooperación británica, se
han publicado hace un par de semanas en The
Lancet.
Los autores encontraron que el cociente de probabilidad de infección por malaria era aproximadamente el doble entre los niños más pobres respecto a los menos pobres, un fenómeno que se repetía en todos los subgrupos.
La pregunta es entonces si para
controlar la malaria es preferible centrar los esfuerzos en que los pequeños y sus
familias mejoren sus condiciones de vida (o por lo menos que la urbanicen)
antes que dedicarse a adquirir y distribuir de forma periódica grandes
cantidades de mosquiteras y a medicar a los afectados, como parecen sugerir los
investigadores al argüir la creciente emergencia de resistencias del patógeno
frente al tratamiento y los insecticidas que impregnan las redes de protección.
¿Es una estrategia más inteligente?
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