miércoles, 25 de septiembre de 2013

La legitimación de las ayudas internacionales en salud

En el campo de la cooperación al desarrollo se emplea el término “coherencia de políticas” para llamar la atención sobre la importancia de que lo que hace la mano izquierda de un Gobierno no lo sabotee la derecha. Un ejemplo clásico ha sido el hecho contradictorio de que el mismo donante que a través de su departamento de cooperación sufragaba generosamente proyectos de salud en regiones pobres, por medio de otro departamento contrataba para sus propios centros a personal sanitario formado y necesitado por esas mismas regiones, la conocida fuga de cerebros.
 
Pero existe otro tipo de coherencia política a la que apenas se presta atención pese a su creciente relevancia: aquella que dicta que lo que se defiende en la arena internacional sea lo mismo que lo que se establece y lleva a la práctica a escala nacional. Resulta chocante que cada vez más países estén de acuerdo con que el objetivo de salud de la agenda post-2015 sea la cobertura universal, y que incluso lo proclamen enfáticamente, al mismo tiempo que mantienen o ponen en marcha decisiones que excluyen o entorpecen el acceso a sus propios servicios sanitarios públicos a grupos poblaciones especialmente vulnerables dentro de su jurisdicción.
 
Esta incoherencia puede generar problemas de legitimidad social de las políticas de cooperación. Tomemos las discusiones sobre cómo vamos a financiar la cobertura universal de salud: los expertos están proponiendo cálculos basados en lo que podría denominarse una cuota justa expresada como el porcentaje del PIB que cada nación debiera dedicar al gasto público en esa área.
 
Recientemente, uno de esos multitudinarios grupos asesores de Naciones Unidas que tanto abundan ha difundido su propuesta: un mínimo de gasto del 3% del PIB para los países de bajos ingresos; el 3,5% para los de ingresos medio-bajos; el 4% para los de ingresos medio-altos; y el 5% para los de ingresos altos; a lo que se añadiría una cofinanciación internacional en forma de ayuda del 0,1% del PIB de esos mismos países ricos.
 
Suena razonable, ¿verdad? Pero si utilizamos a España como referencia no lo es tanto. Tras el acusado descenso del bienio 2010-2011, el país dedica en la actualidad el 6,8% de su PIB al gasto público en salud. A falta de recomendaciones individualizadas, y si nos atenemos a los umbrales promedio del grupo asesor, España todavía tendría margen para recortar hasta un 1,8% de su PIB (18.000 millones de euros), lo que sin duda imposibilitaría la viabilidad de su sistema, que ya se encuentra en situación precaria. En paralelo, además, el país debería asegurar unos 1.000 millones (el 0,1% de su PIB) anuales de cooperación en salud.
 
Tal escenario de recortes es hipotético y, esperemos, improbable. El problema es que su sola enunciación con la carga de autoridad que quien la hace puede alienar todavía más la legitimación social de los desembolsos económicos que requiere la cooperación en salud de los donantes, la manida coartada de los gobiernos. Los expertos deberían ser más cuidadosos.

viernes, 13 de septiembre de 2013

¿Ayudamos a los países o ayudamos a las personas?

En los últimos años, una buena parte de los países en vías de desarrollo están llevando a cabo un importante esfuerzo por aumentar la financiación con recursos propios de sus programas de salud: pandemias como el VIH o la tuberculosis merecen una creciente atención financiera por parte de los gobiernos locales. Pero, ¿es esto suficiente?

Amanda Glassman  y Yuna Sakuma del Centro de Desarrollo Global de los EE UU nos avisa de que los datos más recientes confirman una tendencia inalterada también de estos últimos años: que la carga de enfermedad se concentra cada vez más en los países de ingresos medios, y en especial en un populoso grupo de cinco conocido como los PINCI: Paquistán, India, Nigeria, China e Indonesia.

Una de las implicaciones de este fenómeno es que un creciente número de personas pobres se ven excluidas de las ayudas internacionales canalizadas a través de organismos multilaterales como el Fondo Mundial de Lucha contra el SIDA, la Tuberculosis y la Malaria o la Alianza GAVI de vacunación infantil. Esto ocurre porque los criterios de elegibilidad de dichos organismos se basan en la renta per cápita promedia del país candidato a recibir apoyo, no del número total de sus habitantes que puedan catalogarse como pobres.

Por tal razón, Glassman y Sakuma proponen que entidades como el Fondo Mundial o GAVI cambien sus políticas y tomen como punto de partida las necesidades de las personas y no, o no sólo, la de los países. Según su punto de vista un pobre debería ser merecedor de ayuda con independencia de si vive en un país que en su conjunto también lo sea o de que habite en otro cuyos ingresos medios sean más elevados.

El enfoque que proponen nuestras colegas estadounidenses plantea sin embargo varios desafíos en los planos de la responsabilidad, el impacto y la legitimidad: ¿cómo se articula la ayuda a países de ingresos medios y crecimiento económico constante de forma que sus gobiernos no se desentiendan de su cuota de responsabilidad para hacer frente a la pobreza de sus nacionales?; ¿cómo se asegura que la transferencia de recursos no ahonda más en la brecha de la desigualdad nacional?; y, no por último menos importante, ¿cómo convencemos a las atribuladas sociedades de los países donantes que es justo y conveniente utilizar sus impuestos para luchar contra la pobreza en territorios que parecen avanzar económicamente a mejor ritmo que ellas mismas?

Antes de optar por cambiar de criterio y ayudar a las poblaciones en vez de a los países, estos y otros interrogantes deberían quedar resueltos.

martes, 3 de septiembre de 2013

Financiación de la respuesta al VIH: tres estudios, tres reflexiones

En las últimas semanas se han publicado tres estudios sobre quién paga qué en la respuesta internacional a la pandemia del VIH. Cada uno de los trabajos plantea una pregunta sobre la que cabe detenerse.

El primero es del Centro para el Desarrollo Global de los EE UU, y lo firma un equipo encabezado por Victoria Fan. La investigación se centra en analizar los flujos financieros del Programa del Presidente para la Mitigación del SIDA (PEPFAR) en tres sentidos: qué tipo de mecanismos ha empleado el Gobierno estadounidense para efectuar los desembolsos, qué contratistas y receptores de ayudas han recibido qué cantidades y, lo que aquí más nos interesa, qué países han sido priorizados y qué tienen en común, si algo.  Fan y sus colegas llegan a la conclusión de que las principales características de los países más favorecidos por PEPFAR son dos: el número absoluto de habitantes con VIH mayores de 15 años y el haber sido designado o no por el Congreso de EE UU como país prioritario del programa. Este hecho conduce a resultados sorprendentes: Ghana, por ejemplo, tiene tantos casos de VIH como Vietnam en términos absolutos pero su prevalencia es mucho mayor, y sin embargo entre 2004 y 2011 el primero ha recibido sólo una quinta parte de lo asignado al último, lo que parece tener que ver con que éste es prioritario para el Congreso estadounidense, lo que no es el caso de aquél. ¿Es la salud o era la política?

El segundo estudio es de Carlos Ávila y sus colegas de ABT Associates,  ONUSIDA y RTI International, y trata de dilucidar cuál ha sido el peso del esfuerzo financiero local para hacer frente al VIH en los países de ingresos medios y bajos. Los analistas muestran que las contribuciones propias de estos países se triplicaron entre 2000 y 2010, hasta el punto de que en ese último año el esfuerzo local conjunto (7.600 millones de dólares) ya superaba el internacional (7.500 millones de dólares). Llamativamente, los dos factores predictores del aumento de los esfuerzos nacionales fueron el incremento del PIB y el de la prevalencia del VIH. ¿Llegaremos a un papel residual de la ayuda internacional en el abordaje de la pandemia?

El último trabajo lo firma Omar Galárraga en nombre de un equipo multinacional que ha contado con el apoyo económico de la Fundación Gates. Galárraga y sus colegas han calculado las cantidades que los países deberían aportar a sus pandemias de VIH en función de factores como la cantidad de personas que viven con VIH en su territorio, la renta per cápita, el tamaño relativo del sector salud y el servicio de la deuda externa por habitante. El resultado es sorprendente: 17 países con alta prevalencia de VIH contribuían menos de lo que se esperaba de ellos, aunque si lo hicieran en tal cantidad el total tras sumarle las donaciones internacionales se situaría por encima de sus necesidades. Contrariamente, 27 países contribuyen con sus propios dineros más de lo que se esperaría por sus características, aunque al añadir los recursos internacionales que reciben la cifra final está por debajo de lo que les hace falta. ¿Estamos castigando al cumplidor?