lunes, 25 de marzo de 2013

¿Dónde está el dinero para la salud, señor Ministro?

Hace un año experimenté una epifanía. Tuve el privilegio de asistir en Accra, Ghana, a un encuentro de grupos sociales de base africanos que trabajan por el aumento de la cobertura de los programas de inmunización infantil en sus países. Acostumbrado al método tradicional, esto es, a que las peticiones de más recursos estuvieran dirigidas casi exclusivamente a los donantes internacionales, fue francamente refrescante observar cómo esos jóvenes profesionales y activistas preguntaban a sus propios gobiernos si no a salud, ¿a dónde iba a parar el dinero de los crecientes ingresos tributarios nacionales?

El asunto viene de lejos. Hace más de una década, en 2001, los miembros de la Unión Africana se reunieron en Abuja, Nigeria, y adquirieron el compromiso solemne, como suelen ser estos compromisos, de incrementar hasta el 15% la proporción del presupuesto en salud cubierta por la financiación gubernamental. El progreso ha sido más bien desigual, y en algunos casos parece que las decisiones han ido en la dirección justamente contraria.
Conscientes de que no habían hecho los deberes y de que allí donde iban se les sacaban los colores, en julio del año pasado los Ministros de Finanzas y de Salud africanos se reunieron en Túnez y firmaron, cómo no, una nueva declaración, en dicha ocasión bajo el pomposo aunque prometedor título “Optimización de Recursos, Sostenibilidad y Rendición de Cuentas”. Sus excelencias fueron más cautelosos esta vez y si bien volvieron a comprometerse a aumentar el volumen de recursos domésticos dedicados a la salud, se abstuvieron, para curarse en la misma, de fijar una cifra.

¿Un resignado paso atrás? No todo el mundo parece dispuesto a conformarse. El pasado mes de febrero, representantes de organizaciones comunitarias africanas se encontraron con los de varias grandes iniciativas globales en salud en Ginebra, Suiza, con el objeto de abordar la cuestión de la movilización de recursos propios de los países para afrontar los desafíos pendientes. Estos grupos han decidido crear una plataforma común para primero, obtener datos más claros sobre cuáles son las necesidades y qué está pasando con el dinero y segundo, explorar de qué manera se puede reforzar el papel de la sociedad civil local como actor clave en la rendición de cuentas gubernamental respecto la financiación de la salud.
El emerger de la sociedad civil de África no ha hecho más que empezar: esperemos que este sí sea un camino de no retorno.

viernes, 22 de marzo de 2013

El misterioso efecto sustitutorio

Una de las críticas habituales al sistema de cooperación al desarrollo tradicional, el basado en la transferencia de recursos de países ricos a países pobres, es que crea dependencia: en términos económicos, que quien recibe no tiene incentivos para esforzarse por mejorar, porque si lo hace dejará de ser elegible para ser destino de ayuda. A veces los datos parecen dar la razón a esta versión globalizada del riesgo moral, pero si miramos con cuidado las cosas puede que no estén tan claras.

Un buen ejemplo de ello se da en el sector salud. El muy respetado Instituto de la Medición y Evaluación en Salud (IHME) de Seattle, EE UU, una de esas criaturas nacidas al calor de la Fundación Gates, ha analizado repetidamente qué efecto tienen las donaciones internacionales en salud sobre las aportaciones que hace el gobierno local al presupuesto público a partir de sus propios ingresos.

Los datos más recientes que le han echado un ojo al tema no dejan lugar a dudas: en los países de África Subsahariana que más ayuda en salud reciben, el dinero del donante canalizado a través del sistema público inhibe el esfuerzo local. En concreto, por cada dólar de ayuda internacional recibida, este grupo de países concentrados en el Este y el Sur de África retiran un promedio de 56 centavos de los fondos propios aportados al presupuesto nacional de salud.

¿Nos están tomando el pelo? Depende. Ante todo conviene señalar que el efecto sustitutorio no es completo, ya que el resultado de la ayuda es un aumento presupuestario neto de 44 centavos por dólar recibido. Pero lo más importante, como bien señalan los propios autores del estudio, es saber a dónde van los 56 centavos detraídos. Si en su integridad o en buena parte se dedican, adicionalmente, a otros sectores básicos como agua y saneamiento o educación, que son determinantes sociales de la salud, el gobierno estaría en la senda correcta: ampliar la cobertura y el acceso al sistema de salud es necesario pero no suficiente para mejorar los indicadores de esperanza y calidad de vida. Pero si los recursos se desplazan a áreas que poco o nada tienen que ver con mejorar las condiciones de vida de los habitantes del país o se cuela por los agujeros de la corrupción, sería muy de lamentar.
Es necesaria más investigación que permita atestiguar el uso que se hace de los presupuestos desviados desde el sector salud en los grandes países receptores. Esperamos verla publicada pronto.

miércoles, 20 de marzo de 2013

Los ricos también enferman

Con pocos días de diferencia se han publicado dos informes de salud, uno europeo y otro estadounidense. El del viejo continente ha sido elaborado por la oficina europea de la OMS, cuyo alcance geográfico, conviene recordar, va mucho más allá de ese artefacto conocido como UE. El “European Health Report 2012” nos relata tendencias que no por conocidas vamos a dejar de recordar: que vivimos cada vez más, que esa ganancia en años es francamente desigual por género (los hombres, peor), grupo poblacional o país, que nos morimos sobre todo de enfermedades no transmisibles, y que sin embargo seguimos, sobre todo en el Este, con pandemias rampantes de VIH/SIDA y muy destacadamente de tuberculosis. Hasta aquí, lo esperable.

El informe estadounidense es harina de otro costal. El “US Health in International Perspective: Shorther Lives, Poorer Health” se pregunta cómo es posible que el país del mundo que más gasta en salud por persona al año presente una menor esperanza de vida y una mayor tasa de enfermedad y lesiones que cualquier otra nación de altos ingresos; es decir, que tiene más muertes prematuras y peor salud que la propia UE, pero también que Japón, Canadá o Australia. Estas diferencias se pueden detectar en todos los grupos de edad: desde la proporción de niños que no alcanzan los cinco años de edad, pasando por los jóvenes y adolescentes, hasta llegar a los mayores de 50 años, todos los estadounidenses viven menos o peor de salud que sus pares en otros países de similares ingresos. La mayor probabilidad no sólo se observa en las enfermedades más comunes, sino también en las lesiones por accidentes de tráfico o (esto ya es más previsible) por armas de fuego.
La respuesta rápida de la mala salud del tío Sam sería culpar a la persistencia de amplias bolsas de pobreza y de enraizadas desigualdades raciales. Pero como bien explica Steve Woolf, Presidente del Comité que redactó el informe, incluso entre personas de mayor poder adquisitivo, las de raza blanca, y, aquí viene lo mejor, con estilos de vida saludables (no fuman, no beben, hacen ejercicio), los indicadores son significativamente peores que entre sus contrapartes del resto del mundo.

Igual que ocurre con la felicidad, el dinero no siempre hace la salud.

lunes, 18 de marzo de 2013

Pobres niños desiguales


Cuando hace ahora algo más de un año Bill Gates visitó España dijo unas cosas que hicieron fruncir el ceño a un buen número de personas, instituciones y gobiernos.  Gates argumentó delante de todo el que quisiera escucharle que la ayuda oficial al desarrollo, incluida la española, debería concentrarse en los países más pobres y abandonar progresivamente los de ingresos medios, poniendo como ejemplo de estos últimos a Perú. La razón del filántropo de Seattle para tan tajante postura es que estos países ya no necesitan dinero, sino distribuir sus propios recursos de una manera más equitativa y así reducir sus bolsas de pobreza. A los representantes oficiales del país andino no les sentó muy bien que les utilizaran como caso ilustrativo.

Sea por hacer de la necesidad virtud (menos países a ayudar pueden ser un buen ahorro para un donante en crisis) sea por convicción ideológica (se trataría de evitar lo que los economistas llamamos riesgo moral), el caso es que esa visión política la comparten cada vez más organismos que gestionan iniciativas multilaterales de salud global, entre ellas la Alianza Global por las Vacunas y la Inmunización (GAVI). En esencia, GAVI utiliza dinero del Norte (unos 1.000 millones de dólares anuales) para comprar vacunas que serán administradas a niños y niñas que viven en el Sur. Pero no en cualquier lugar del Sur, sino sólo en aquellos países que no superen un determinado PIB per cápita, actualmente fijado en 1.520 dólares anuales.

Al aplicar este corte de elegibilidad, ¿cómo quedan los niños de los países no tan pobres? Amanda Glassman se ha tomado la molestia de calcular el grado de cobertura de la vacuna más básica, la que protege frente a la difteria, el tétanos y la tos ferina (DTP3), en dos grupos de países para los que disponía de datos completos: 20 de ingresos bajos y 17 de ingresos bajos-medios (Glassman excluyó aquí los de mayor tamaño, como China o Sudáfrica, se entiende que para eludir distorsiones). El resultando es llamativo: en su conjunto, los niños de los países más pobres tenían un tercio más de posibilidades de ser vacunados que los de países en el escalón justamente inmediato, un 55,37% frente a un 42,16%. Casi podría decirse que ser un niño pobre en un país pobre es menos arriesgado para la salud que serlo en un país de ingresos medios.

¿Es el PIB per cápita un buen criterio para tomar decisiones de esta trascendencia?

El bueno, el malo y el feo del desarrollo global


En economía decimos que un bien es público cuando su disfrute por parte de una persona no impide el de otras, o también cuando su consumo por parte de un sujeto beneficia a otros que no son consumidores. Se suele poner como ejemplo de bien público no excluyente, es un decir, la defensa nacional, y referirse a las vacunas como el típico bien que genera externalidades positivas.

En la última década, la salud global se ha poblado de bienes públicos: los programas de inmunización, la I+D, el control de enfermedades transmisibles, las regulaciones sanitarias o la protección del medio ambiente, se consideran todos ámbitos que requieren de la acción colectiva internacional si queremos que lleguen a buen puerto.

El problema es que los bienes públicos han tenido un encaje difícil en el modelo tradicional de la cooperación para el desarrollo, donde han sido acomodados como buenamente se ha podido. Esto es así porque dicho modelo se ha basado esencialmente en la transferencia de recursos de Norte a Sur: el rico da al pobre para que alivie sus enfermedades y pase menos hambre, en la esperanza de que algún día se encuentre algo mejor y pueda salir adelante por su cuenta.

El nuevo atlas de la distribución de recursos ha hecho que tal visión devenga obsoleta y ha realzado todavía más la relevancia de contar con un nuevo enfoque de la cooperación adecuado para atajar los retos planetarios, esos que algunos proponen denominar los “malos globales”. En dicho enfoque, se entiende, deberán tener más peso el intercambio de conocimiento y la corresponsabilidad financiera: si todos nos beneficiamos, todos debemos contribuir.

El feo del asunto es que ponernos de acuerdo sobre qué malos son los prioritarios para que los buenos los contrarresten va a resultar harto complicado. Ante la dificultad de manejar el goteo continuo de propuestas sobre cuáles deben ser las metas que sustituyan (o no) a los actuales ODM, el británico Overseas Development Institute ha puesto recientemente en marcha una práctica web que las compila y clasifica por áreas, objetivos, países y otros indicadores. Hasta la fecha han registrado nada menos que 179. Y todavía quedan tres años.

¡Nuevo objetivo: acabar con la extrema riqueza en 2025!


El primer objetivo de desarrollo del milenio (ODM) del grupo de ocho todavía vigente, al menos formalmente, es erradicar la pobreza extrema y el hambre. En concreto, la meta 1A persigue reducir a la mitad, entre 1990 y 2015, el año límite, la proporción de personas con ingresos inferiores a 1 dólar por día. A pesar de que la crisis financiera ha enlentecido el ritmo, según Naciones Unidas estamos en camino de alcanzar el objetivo de reducción de la pobreza.

Disminuir o incluso erradicar la pobreza extrema, sin embargo, no necesariamente garantizará la salud de las poblaciones dentro de los países: dependerá del grado de igualdad entre ellas. Existe abundante evidencia de que a igual PIB per cápita, los países más desiguales son más insanos. En ocasiones incluso países con un PIB menor pero más igualdad presentan mejores indicadores de salud que otros con mayor PIB y mucho más desiguales.

Es por eso que el informe presentado el pasado mes de enero por Oxfam Internacional en Londres es tan relevante. Según sus cálculos, los 240.000 millones de dólares que ganaron los 100 mil millonarios más ricos del planeta en un sólo año, 2012, podrían hacer pasar a la historia la extrema pobreza ¡varias veces!

Con únicamente una modesta fracción de su descomunal patrimonio, las 100 personas más pudientes del planeta podrían ayudar a hacer del mundo un lugar más justo, seguro y saludable. No sin ironía, la organización británica ha sugerido que tras la fecha límite de 2015, en la que oficialmente expiran los actuales, debe adoptarse un nuevo ODM: acabar con la extrema riqueza antes de 2015. Aunque no todo el mundo está de acuerdo en que eso sea la solución, como es habitual. Mientras tanto, me pregunto qué pensará Amancio Ortega de todo esto.

Los riesgos del ascensor social (para las mujeres)


La idea de que pobreza y enfermedad están íntimamente ligadas subyace en prácticamente cualquier conversación en torno a la salud global. Que ambas condiciones se retroalimentan en lo que se ha venido en llamar, reiteradamente, un círculo vicioso, ha devenido axioma en el sector. De hecho, existen abundantes pruebas de que tal relación bidireccional es firme, aunque en ocasiones algunos datos inesperados nos hacen preguntarnos hasta qué punto es así.

Está claro que el VIH/SIDA es una enfermedad que empobrece si no se tiene acceso a los cuidados necesarios, como todavía sucede en muchas partes de África: la persona afectada, usualmente en edad productiva, no puede trabajar, y un familiar debe abandonar sus propias tareas o la escuela para hacerse cargo del enfermo. Lo que no está tan claro es que la pobreza per se sea un factor de riesgo para la adquisición del VIH.

Un goteo de estudios llevados a cabo en diferentes países africanos a lo largo de varios años y resumidos por Gillespie y sus colegas en 2007 indicaron que no existe una clara correlación entre pobreza y riesgo de adquirir el VIH, y que de hecho, especialmente cuando hablamos de mujeres, lo contrario puede ser más fácil de sostener: las investigaciones tendieron a encontrar una asociación positiva entre un mayor estatus socioeconómico y el VIH. Dicha asociación también podía establecerse con la migración económica (la que se emprende por el deseo de mejorar la propia situación), pero no, en general, respecto al nivel educativo, que solía tener un carácter protector.

Otra investigación posterior, publicada en 2008 y llevada a cabo en Tanzania, abundaba en la misma línea: a mayor estatus socioeconómico de la mujer, mayor probabilidad de riesgo frente al VIH. En este caso, ni siquiera el nivel educativo actuaba como contrapeso, como en los otros. Una más reciente todavía, en forma de tesis doctoral de 2011, no sólo establece una asociación entre riesgo de VIH y mayores ingresos entre un grupo de mujeres de Camerún, sino que tal relación también es positiva respecto al grado de acceso al sistema de salud, el poder sobre las decisiones domésticas y, en contra de toda expectativa, el grado de conocimiento del VIH.

A veces, pensar fuera del marco establecido puede ser más cercano a la realidad que conformarse con una frase hecha.

[Esta entrada se publicó originalmente en el blog de ISGlobal]