lunes, 21 de octubre de 2013

África quiere su propia industria farmacéutica

¿Habéis oído hablar de la brecha 90/10 de la I+D en salud? Lanzada como idea-fuerza por el Foro Mundial de Investigación en Salud a finales del siglo pasado, resumía el cálculo por el cual sólo el 10% de la inversión mundial en I+D en salud se invertía en los problemas que afectaban al 90% de la población, la que vivía en países pobres. Desde entonces ha llovido unas cuantas tardes: ni hay ya tantas naciones indigentes ni su perfil epidemiológico es el que era, por lo que la doble cifra agradecería una revisión urgente y rigurosa. Ello no obsta para que, como toda expresión que penetra los circuitos académicos, políticos y comunitarios bienintencionados, ésta persista por encima de la sinuosa evidencia.

La brecha 90/10 ha estado detrás de múltiples iniciativas, la más ambiciosa de las cuales ha sido la potencial adopción por parte de la comunidad internacional de un Tratado Internacional vinculante para impulsar la I+D en salud global. Prevista para su aprobación en la Asamblea Mundial de la Salud del pasado mayo, la decisión definitiva fue pospuesta con la excusa de esperar a los resultados de varios proyectos pilotos que, como pronto, tardarán un lustro en completarse, en un movimiento que muchos han interpretado como su defunción oficial. El fiasco ha llevado al aumento de voces que reclaman un cambio en las reglas del juego de la gobernanza mundial.

A bote pronto se podría argüir que los principales perdedores de la maniobra dilatoria han sido las personas enfermas de los países en desarrollo, que se quedarán sin los medicamentos que necesitan. No parece que sea ésa la visión de los asistentes a la primera Cumbre Farmacéutica Africana, que tuvo lugar en Hammamet, Túnez, los pasados 23 y 24 de septiembre, y en la que altos representantes gubernamentales y responsables de organismos regionales apostaron claramente porque el crecimiento del mercado farmacéutico del continente, estimado en un 10% anual, sea aprovechado por alianzas público-privadas locales.

Esta toma de posición no es nueva. Ya el año anterior, también en Túnez, la reunión de alto nivel de más de 50 ministros de salud y finanzas africanos endorsó una declaración por la que se comprometían a “reforzar la capacidad reguladora y el desarrollo de un sector farmacéutico africano fuerte en tanto que sector en crecimiento y creador de empleo en África”.

Si África defiende que la solución pasa por impulsar sus propias herramientas de I+D en salud orientadas a cubrir las necesidades de sus sociedades en transformación, ¿por qué seguimos insistiendo en otros modelos?

miércoles, 9 de octubre de 2013

Equidad es la palabra de moda

En el campo de la cooperación internacional, y no digamos ya en el de la salud global, no existe hoy día artículo de revista, discurso inaugural o entrada de blog que se precie que no mencione el término mágico, equidad. Por el contrario, en los albores del nuevo milenio, hace poco más de una década, apenas si se citaba fuera de los círculos académicos. Pareciera como si la comunidad del desarrollo en su conjunto hubiera experimentado su particular epifanía, cual Pablo de Tarso camino de Damasco. Pero, ¿por qué precisamente ahora?

El parámetro más socorrido para medir la equidad en el disfrute de la salud ha sido y es la esperanza de vida al nacer, y no cabe duda de que la disparidad entre países ha aumentado ostensiblemente en los dos últimos siglos, como bien ilustra el bueno de Hans Rosling: hace 200 años las naciones eran casi todas pobres y tenían una esperanza de vida escasa (inferior a 40 años), un estado que la revolución industrial se encargó de modificar abriendo una brecha imparable hasta la situación actual, en la que el más longevo (Japón, 83 años) vive casi un 77% más que el menos (Sierra Leona, 47 años).

Se podría decir entonces que el hecho de que la equidad esté ahora en boca de todos no es más que un reflejo de una nueva y palmaria realidad. No exactamente. Ya en 1842, Edwin Chadwik mostró que la esperanza de vida media en el Reino Unido oscilaba, según el grupo social, entre los 15 y los 57 años: una divergencia de 3,8 veces (¡casi el 400%!). Así que puede que por entonces los países todavía no se distinguieran mucho entre sí pero sus habitantes ya sufrían fuertes desigualdades.

Comprender por qué la equidad ha devenido el vocablo talismán de políticos, expertos y activistas no es sencillo y probablemente obedece a múltiples factores. Tampoco lo es entender cuáles son sus múltiples aristas y qué implicaciones tiene para las organizaciones que trabajan sobre el terreno, como el Instituto de Salud Global de Barcelona. Sobre todo ello habla un nuevo documento titulado El poder, el dinero y los recursos: la equidad en salud en un mundo globalizado" , escrito por quien esto suscribe y editado por ISGlobal, y cuya lectura crítica alentamos desde aquí. Esperemos que os sea útil.

[Esta entrada se ha publicado originalmente en Health is Global]

miércoles, 2 de octubre de 2013

Gasto público en salud en la agenda post-2015: piénsenselo dos veces

Parece que la idea de que la Cobertura Universal de Salud (CUS) sea uno de los objetivos-paraguas de la agenda post-2015 gana cada día más adeptos, pese a sus limitaciones conceptuales y empíricas.

Ahora bien, una vez nos hemos puesto de acuerdo en qué queremos falta hacerlo en cuánto toca paga a cada quién. Un grupo de expertos establecido por Naciones Unidas acaba de difundir su propuesta, y a los países de altos ingresos nos tocaría dedicar un mínimo del 5% de nuestro PIB a gasto público en salud, además de aportar un 0,1% a la ayuda internacional en el mismo campo.

En España el gasto público en salud ha disminuido ostensiblemente en un corto espacio de tiempo pero todavía en 2011, último año para el que disponemos de datos, se situaba en el 6,8% del PIB, un porcentaje que supera en nada menos que 18.000 millones de euros ese mínimo que proponen nuestros expertos internacionales. Así que quienes creen que el sistema público español de salud contiene demasiada grasa y apuestan por descremarlo pueden ahora blandir los datos endosados por estos reputados defensores de la reducción de las inequidades por el expeditivo método de igualar hacia abajo. Eso sí: al mismo tiempo, y si nos atuviéramos a la literalidad del texto, como parte alícuota estaríamos obligados a aportar por lo menos 1.000 millones anuales a la cooperación internacional en salud, todo lo cual no se antoja fácil de explicar a nuestros sufridos conciudadanos.

No es el único elemento sorprendente de esta propuesta. Dado que la media de gasto público en salud de los países de la OCDE está en el 6%, fijar un mínimo del 5% tendría su lógica si la desviación típica fuese amplia. No es el caso: de los 34 miembros del club de los más ricos, sólo siete (Corea del Sur, México, Turquía, Chile, Estonia, Polonia e Israel; estos tres últimos por unas pocas décimas) están por debajo del mágico umbral del 5%. Es decir, que es apenas el 20% el número de países de altos ingresos que deberían esforzarse en incrementar su gasto público en salud.

La pregunta es: ¿qué sentido tiene establecer un objetivo de inversión pública mínima en salud a partir de 2015 que el 80% de quienes deberían cumplirlo ya lo hace ahora? Esperemos que los autores de la propuesta, todavía sujeta a discusión pública, recapaciten y marquen nuevas metas porcentuales. De lo contrario es previsible que cuente con pocas simpatías entre las sociedades contribuyentes a la solidaridad internacional.

[Esta entrada se ha publicado originalmente en Health is Global]