jueves, 14 de noviembre de 2013

En la eliminación de la malaria, Melinda puede estar más cerca que Bill

Sabemos desde hace más de un siglo, cuando en 1897 se describió por primera vez su origen y su forma de transmisión, que la malaria está asociada con la pobreza. De hecho, el cúmulo de datos que sugieren una relación entre mejora de los indicadores socio-económicos y reducción de la prevalencia de esta enfermedad es cada vez mayor, hasta el punto de que algunos autores se preguntan si no sería preferible concentrarse en la mejora del bienestar de las poblaciones en riesgo antes que en métodos de prevención y tratamiento que disminuyen su efectividad conforme tanto el vector (la mosquita anófeles) como el parásito desarrollan resistencias.

Entre los factores que pueden influir en la reducción o desaparición de la malaria se ha citado la urbanización, ya que transforma el hábitat natural que requiere el anófeles para reproducirse. Un nuevo estudio, que también apunta a los cambios que conlleva un mayor desarrollo socio-económico, lo hace sin embargo en otra dirección: la de los hábitos de convivencia en el hogar.

La investigación, llevada a cabo por los fineses Larry y Lena Huldén en colaboración con el canadiense Ross McKitrick, se ha centrado en saber si existe una relación entre variables asociadas con el desarrollo socio-económico, la cultura local, las prácticas insecticidas y las condiciones ambientales, por un lado, y la persistencia o no de la malaria en determinadas áreas geográficas, por el otro. Para ello recopilaron los datos de presencia de malaria de 188 países en los que el vector, el mosquito anófeles, es endémico, y los asociaron con los niveles de ingresos, el tamaño de la unidad familiar, la densidad y la tasa de crecimiento poblacional, el grado de urbanización, la proporción de personas que se consideran musulmanas, la temperatura media y el uso intensivo de DDT para exterminar los insectos.

El análisis estadístico multivariable mostró que el factor predictivo más asociado con un menor índice de casos de malaria era un tamaño de la unidad familiar inferior a cuatro personas. ¿A qué se debe tal fenómeno? Los autores defienden la hipótesis de que una familia de menor tamaño incrementa la probabilidad de que sus componentes duerman en habitaciones separadas, lo que a su vez reduce el número de individuos a los que de noche pica la misma mosquita portadora del parásito, a la que le gusta volver al mismo lugar para seguir alimentándose después de depositar sus huevas.

La publicación del estudio ha llevado a algunos comentaristas a defender que Bill Gates olvide su obsesión por conseguir una vacuna contra la malaria y ayude más bien al desarrollo socio-económico de la población en riesgo de adquirirla. Más interesante sería quizá explorar a fondo las sinergias entre el empeño del magnate de Seattle por erradicar esta enfermedad y la labor de su mujer, Melinda, quien ha abrazado la causa de la planificación familiar como forma de mejorar el estatus de las mujeres y sus familias. En ocasiones, el camino más recto no es el más fructífero.

lunes, 21 de octubre de 2013

África quiere su propia industria farmacéutica

¿Habéis oído hablar de la brecha 90/10 de la I+D en salud? Lanzada como idea-fuerza por el Foro Mundial de Investigación en Salud a finales del siglo pasado, resumía el cálculo por el cual sólo el 10% de la inversión mundial en I+D en salud se invertía en los problemas que afectaban al 90% de la población, la que vivía en países pobres. Desde entonces ha llovido unas cuantas tardes: ni hay ya tantas naciones indigentes ni su perfil epidemiológico es el que era, por lo que la doble cifra agradecería una revisión urgente y rigurosa. Ello no obsta para que, como toda expresión que penetra los circuitos académicos, políticos y comunitarios bienintencionados, ésta persista por encima de la sinuosa evidencia.

La brecha 90/10 ha estado detrás de múltiples iniciativas, la más ambiciosa de las cuales ha sido la potencial adopción por parte de la comunidad internacional de un Tratado Internacional vinculante para impulsar la I+D en salud global. Prevista para su aprobación en la Asamblea Mundial de la Salud del pasado mayo, la decisión definitiva fue pospuesta con la excusa de esperar a los resultados de varios proyectos pilotos que, como pronto, tardarán un lustro en completarse, en un movimiento que muchos han interpretado como su defunción oficial. El fiasco ha llevado al aumento de voces que reclaman un cambio en las reglas del juego de la gobernanza mundial.

A bote pronto se podría argüir que los principales perdedores de la maniobra dilatoria han sido las personas enfermas de los países en desarrollo, que se quedarán sin los medicamentos que necesitan. No parece que sea ésa la visión de los asistentes a la primera Cumbre Farmacéutica Africana, que tuvo lugar en Hammamet, Túnez, los pasados 23 y 24 de septiembre, y en la que altos representantes gubernamentales y responsables de organismos regionales apostaron claramente porque el crecimiento del mercado farmacéutico del continente, estimado en un 10% anual, sea aprovechado por alianzas público-privadas locales.

Esta toma de posición no es nueva. Ya el año anterior, también en Túnez, la reunión de alto nivel de más de 50 ministros de salud y finanzas africanos endorsó una declaración por la que se comprometían a “reforzar la capacidad reguladora y el desarrollo de un sector farmacéutico africano fuerte en tanto que sector en crecimiento y creador de empleo en África”.

Si África defiende que la solución pasa por impulsar sus propias herramientas de I+D en salud orientadas a cubrir las necesidades de sus sociedades en transformación, ¿por qué seguimos insistiendo en otros modelos?

miércoles, 9 de octubre de 2013

Equidad es la palabra de moda

En el campo de la cooperación internacional, y no digamos ya en el de la salud global, no existe hoy día artículo de revista, discurso inaugural o entrada de blog que se precie que no mencione el término mágico, equidad. Por el contrario, en los albores del nuevo milenio, hace poco más de una década, apenas si se citaba fuera de los círculos académicos. Pareciera como si la comunidad del desarrollo en su conjunto hubiera experimentado su particular epifanía, cual Pablo de Tarso camino de Damasco. Pero, ¿por qué precisamente ahora?

El parámetro más socorrido para medir la equidad en el disfrute de la salud ha sido y es la esperanza de vida al nacer, y no cabe duda de que la disparidad entre países ha aumentado ostensiblemente en los dos últimos siglos, como bien ilustra el bueno de Hans Rosling: hace 200 años las naciones eran casi todas pobres y tenían una esperanza de vida escasa (inferior a 40 años), un estado que la revolución industrial se encargó de modificar abriendo una brecha imparable hasta la situación actual, en la que el más longevo (Japón, 83 años) vive casi un 77% más que el menos (Sierra Leona, 47 años).

Se podría decir entonces que el hecho de que la equidad esté ahora en boca de todos no es más que un reflejo de una nueva y palmaria realidad. No exactamente. Ya en 1842, Edwin Chadwik mostró que la esperanza de vida media en el Reino Unido oscilaba, según el grupo social, entre los 15 y los 57 años: una divergencia de 3,8 veces (¡casi el 400%!). Así que puede que por entonces los países todavía no se distinguieran mucho entre sí pero sus habitantes ya sufrían fuertes desigualdades.

Comprender por qué la equidad ha devenido el vocablo talismán de políticos, expertos y activistas no es sencillo y probablemente obedece a múltiples factores. Tampoco lo es entender cuáles son sus múltiples aristas y qué implicaciones tiene para las organizaciones que trabajan sobre el terreno, como el Instituto de Salud Global de Barcelona. Sobre todo ello habla un nuevo documento titulado El poder, el dinero y los recursos: la equidad en salud en un mundo globalizado" , escrito por quien esto suscribe y editado por ISGlobal, y cuya lectura crítica alentamos desde aquí. Esperemos que os sea útil.

[Esta entrada se ha publicado originalmente en Health is Global]

miércoles, 2 de octubre de 2013

Gasto público en salud en la agenda post-2015: piénsenselo dos veces

Parece que la idea de que la Cobertura Universal de Salud (CUS) sea uno de los objetivos-paraguas de la agenda post-2015 gana cada día más adeptos, pese a sus limitaciones conceptuales y empíricas.

Ahora bien, una vez nos hemos puesto de acuerdo en qué queremos falta hacerlo en cuánto toca paga a cada quién. Un grupo de expertos establecido por Naciones Unidas acaba de difundir su propuesta, y a los países de altos ingresos nos tocaría dedicar un mínimo del 5% de nuestro PIB a gasto público en salud, además de aportar un 0,1% a la ayuda internacional en el mismo campo.

En España el gasto público en salud ha disminuido ostensiblemente en un corto espacio de tiempo pero todavía en 2011, último año para el que disponemos de datos, se situaba en el 6,8% del PIB, un porcentaje que supera en nada menos que 18.000 millones de euros ese mínimo que proponen nuestros expertos internacionales. Así que quienes creen que el sistema público español de salud contiene demasiada grasa y apuestan por descremarlo pueden ahora blandir los datos endosados por estos reputados defensores de la reducción de las inequidades por el expeditivo método de igualar hacia abajo. Eso sí: al mismo tiempo, y si nos atuviéramos a la literalidad del texto, como parte alícuota estaríamos obligados a aportar por lo menos 1.000 millones anuales a la cooperación internacional en salud, todo lo cual no se antoja fácil de explicar a nuestros sufridos conciudadanos.

No es el único elemento sorprendente de esta propuesta. Dado que la media de gasto público en salud de los países de la OCDE está en el 6%, fijar un mínimo del 5% tendría su lógica si la desviación típica fuese amplia. No es el caso: de los 34 miembros del club de los más ricos, sólo siete (Corea del Sur, México, Turquía, Chile, Estonia, Polonia e Israel; estos tres últimos por unas pocas décimas) están por debajo del mágico umbral del 5%. Es decir, que es apenas el 20% el número de países de altos ingresos que deberían esforzarse en incrementar su gasto público en salud.

La pregunta es: ¿qué sentido tiene establecer un objetivo de inversión pública mínima en salud a partir de 2015 que el 80% de quienes deberían cumplirlo ya lo hace ahora? Esperemos que los autores de la propuesta, todavía sujeta a discusión pública, recapaciten y marquen nuevas metas porcentuales. De lo contrario es previsible que cuente con pocas simpatías entre las sociedades contribuyentes a la solidaridad internacional.

[Esta entrada se ha publicado originalmente en Health is Global]

miércoles, 25 de septiembre de 2013

La legitimación de las ayudas internacionales en salud

En el campo de la cooperación al desarrollo se emplea el término “coherencia de políticas” para llamar la atención sobre la importancia de que lo que hace la mano izquierda de un Gobierno no lo sabotee la derecha. Un ejemplo clásico ha sido el hecho contradictorio de que el mismo donante que a través de su departamento de cooperación sufragaba generosamente proyectos de salud en regiones pobres, por medio de otro departamento contrataba para sus propios centros a personal sanitario formado y necesitado por esas mismas regiones, la conocida fuga de cerebros.
 
Pero existe otro tipo de coherencia política a la que apenas se presta atención pese a su creciente relevancia: aquella que dicta que lo que se defiende en la arena internacional sea lo mismo que lo que se establece y lleva a la práctica a escala nacional. Resulta chocante que cada vez más países estén de acuerdo con que el objetivo de salud de la agenda post-2015 sea la cobertura universal, y que incluso lo proclamen enfáticamente, al mismo tiempo que mantienen o ponen en marcha decisiones que excluyen o entorpecen el acceso a sus propios servicios sanitarios públicos a grupos poblaciones especialmente vulnerables dentro de su jurisdicción.
 
Esta incoherencia puede generar problemas de legitimidad social de las políticas de cooperación. Tomemos las discusiones sobre cómo vamos a financiar la cobertura universal de salud: los expertos están proponiendo cálculos basados en lo que podría denominarse una cuota justa expresada como el porcentaje del PIB que cada nación debiera dedicar al gasto público en esa área.
 
Recientemente, uno de esos multitudinarios grupos asesores de Naciones Unidas que tanto abundan ha difundido su propuesta: un mínimo de gasto del 3% del PIB para los países de bajos ingresos; el 3,5% para los de ingresos medio-bajos; el 4% para los de ingresos medio-altos; y el 5% para los de ingresos altos; a lo que se añadiría una cofinanciación internacional en forma de ayuda del 0,1% del PIB de esos mismos países ricos.
 
Suena razonable, ¿verdad? Pero si utilizamos a España como referencia no lo es tanto. Tras el acusado descenso del bienio 2010-2011, el país dedica en la actualidad el 6,8% de su PIB al gasto público en salud. A falta de recomendaciones individualizadas, y si nos atenemos a los umbrales promedio del grupo asesor, España todavía tendría margen para recortar hasta un 1,8% de su PIB (18.000 millones de euros), lo que sin duda imposibilitaría la viabilidad de su sistema, que ya se encuentra en situación precaria. En paralelo, además, el país debería asegurar unos 1.000 millones (el 0,1% de su PIB) anuales de cooperación en salud.
 
Tal escenario de recortes es hipotético y, esperemos, improbable. El problema es que su sola enunciación con la carga de autoridad que quien la hace puede alienar todavía más la legitimación social de los desembolsos económicos que requiere la cooperación en salud de los donantes, la manida coartada de los gobiernos. Los expertos deberían ser más cuidadosos.

viernes, 13 de septiembre de 2013

¿Ayudamos a los países o ayudamos a las personas?

En los últimos años, una buena parte de los países en vías de desarrollo están llevando a cabo un importante esfuerzo por aumentar la financiación con recursos propios de sus programas de salud: pandemias como el VIH o la tuberculosis merecen una creciente atención financiera por parte de los gobiernos locales. Pero, ¿es esto suficiente?

Amanda Glassman  y Yuna Sakuma del Centro de Desarrollo Global de los EE UU nos avisa de que los datos más recientes confirman una tendencia inalterada también de estos últimos años: que la carga de enfermedad se concentra cada vez más en los países de ingresos medios, y en especial en un populoso grupo de cinco conocido como los PINCI: Paquistán, India, Nigeria, China e Indonesia.

Una de las implicaciones de este fenómeno es que un creciente número de personas pobres se ven excluidas de las ayudas internacionales canalizadas a través de organismos multilaterales como el Fondo Mundial de Lucha contra el SIDA, la Tuberculosis y la Malaria o la Alianza GAVI de vacunación infantil. Esto ocurre porque los criterios de elegibilidad de dichos organismos se basan en la renta per cápita promedia del país candidato a recibir apoyo, no del número total de sus habitantes que puedan catalogarse como pobres.

Por tal razón, Glassman y Sakuma proponen que entidades como el Fondo Mundial o GAVI cambien sus políticas y tomen como punto de partida las necesidades de las personas y no, o no sólo, la de los países. Según su punto de vista un pobre debería ser merecedor de ayuda con independencia de si vive en un país que en su conjunto también lo sea o de que habite en otro cuyos ingresos medios sean más elevados.

El enfoque que proponen nuestras colegas estadounidenses plantea sin embargo varios desafíos en los planos de la responsabilidad, el impacto y la legitimidad: ¿cómo se articula la ayuda a países de ingresos medios y crecimiento económico constante de forma que sus gobiernos no se desentiendan de su cuota de responsabilidad para hacer frente a la pobreza de sus nacionales?; ¿cómo se asegura que la transferencia de recursos no ahonda más en la brecha de la desigualdad nacional?; y, no por último menos importante, ¿cómo convencemos a las atribuladas sociedades de los países donantes que es justo y conveniente utilizar sus impuestos para luchar contra la pobreza en territorios que parecen avanzar económicamente a mejor ritmo que ellas mismas?

Antes de optar por cambiar de criterio y ayudar a las poblaciones en vez de a los países, estos y otros interrogantes deberían quedar resueltos.

martes, 3 de septiembre de 2013

Financiación de la respuesta al VIH: tres estudios, tres reflexiones

En las últimas semanas se han publicado tres estudios sobre quién paga qué en la respuesta internacional a la pandemia del VIH. Cada uno de los trabajos plantea una pregunta sobre la que cabe detenerse.

El primero es del Centro para el Desarrollo Global de los EE UU, y lo firma un equipo encabezado por Victoria Fan. La investigación se centra en analizar los flujos financieros del Programa del Presidente para la Mitigación del SIDA (PEPFAR) en tres sentidos: qué tipo de mecanismos ha empleado el Gobierno estadounidense para efectuar los desembolsos, qué contratistas y receptores de ayudas han recibido qué cantidades y, lo que aquí más nos interesa, qué países han sido priorizados y qué tienen en común, si algo.  Fan y sus colegas llegan a la conclusión de que las principales características de los países más favorecidos por PEPFAR son dos: el número absoluto de habitantes con VIH mayores de 15 años y el haber sido designado o no por el Congreso de EE UU como país prioritario del programa. Este hecho conduce a resultados sorprendentes: Ghana, por ejemplo, tiene tantos casos de VIH como Vietnam en términos absolutos pero su prevalencia es mucho mayor, y sin embargo entre 2004 y 2011 el primero ha recibido sólo una quinta parte de lo asignado al último, lo que parece tener que ver con que éste es prioritario para el Congreso estadounidense, lo que no es el caso de aquél. ¿Es la salud o era la política?

El segundo estudio es de Carlos Ávila y sus colegas de ABT Associates,  ONUSIDA y RTI International, y trata de dilucidar cuál ha sido el peso del esfuerzo financiero local para hacer frente al VIH en los países de ingresos medios y bajos. Los analistas muestran que las contribuciones propias de estos países se triplicaron entre 2000 y 2010, hasta el punto de que en ese último año el esfuerzo local conjunto (7.600 millones de dólares) ya superaba el internacional (7.500 millones de dólares). Llamativamente, los dos factores predictores del aumento de los esfuerzos nacionales fueron el incremento del PIB y el de la prevalencia del VIH. ¿Llegaremos a un papel residual de la ayuda internacional en el abordaje de la pandemia?

El último trabajo lo firma Omar Galárraga en nombre de un equipo multinacional que ha contado con el apoyo económico de la Fundación Gates. Galárraga y sus colegas han calculado las cantidades que los países deberían aportar a sus pandemias de VIH en función de factores como la cantidad de personas que viven con VIH en su territorio, la renta per cápita, el tamaño relativo del sector salud y el servicio de la deuda externa por habitante. El resultado es sorprendente: 17 países con alta prevalencia de VIH contribuían menos de lo que se esperaba de ellos, aunque si lo hicieran en tal cantidad el total tras sumarle las donaciones internacionales se situaría por encima de sus necesidades. Contrariamente, 27 países contribuyen con sus propios dineros más de lo que se esperaría por sus características, aunque al añadir los recursos internacionales que reciben la cifra final está por debajo de lo que les hace falta. ¿Estamos castigando al cumplidor?

martes, 13 de agosto de 2013

Asociar, demostrar, elegir

El hecho de que dos fenómenos se den en paralelo en el tiempo no demuestra que uno sea la causa del otro, ni siquiera que estén asociados entre sí. Tanto asociación como causalidad deben establecerse según mediciones estadísticamente rigurosas.

Tras la aprobación de los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM), Naciones Unidas ha ido publicando informes sobre su grado de cumplimiento crecientemente positivos, pese a las brechas pendientes. Una lectura espontánea inferiría que gracias a los ODM el mundo está hoy mejor que hace una década, algo con lo que no todo el mundo está de acuerdo.

Howard S. Friedman trabaja como estadístico en Naciones Unidas. Parece que el hombre ama de veras su profesión ya que se tomó dos meses sabáticos que dedicó a estudiar si la adopción de la Declaración del Milenio supuso o no una aceleración en los indicadores de progreso de los ODM, publicando los resultados como investigador independiente. Su conclusión es llamativa: el acuerdo de septiembre de 2000 no ha supuesto un aumento en el ritmo de cumplimiento de la mayoría de objetivos de desarrollo. En el caso del subgrupo de indicadores que sí han experimentado una aceleración, ésta casi siempre ya ocurría antes de que se formalizara el compromiso internacional.

Friedman insiste en que sus datos no excluyen necesariamente que gracias a los ODM las aceleraciones se hayan mantenido en el tiempo o que se hayan evitado desaceleraciones. Tampoco descartan que haya habido un efecto acelerador en regiones del mundo concretas, como por ejemplo África Subsahariana o países que reciben mucha AOD. Pero tomado como un todo, que es lo que él hizo, entiende que su impacto ha sido prácticamente nulo.

Las reacciones no se han hecho esperar, y personalidades como el ubicuo Jeffrey Sachs han cuestionado la validez de un análisis de datos no desagregados. La desagregación demostraría, según los críticos, que la ayuda sí ha servido allí dónde era más necesaria.

Esa es precisamente la cuestión que quieren dirimir Charles Kenny y sus colegas del Centro para el Desarrollo Global de los EE UU: si los países que recibieron más ayuda han mostrado mejores indicadores de los ODM. No parece el caso: las naciones que están más cerca de alcanzar los objetivos han recibido en general menos donaciones que las que están más lejos. Hay alguna excepción, como el subgrupo de países que han avanzado más rápido de lo esperado en la reducción de la mortalidad infantil, que sí recibieron más ayuda acumulada entre 2001 y 2010 que los que no, aunque, advierten, la diferencia no es estadísticamente significativa.

Kenny y sus colegas creen que disponemos de evidencias para afirmar que la ayuda focalizada ha servido para mejoras en áreas concretas, pero que tenemos que ser precavidos a la hora de hacer asunciones sobre qué es lo que marca la diferencia en su conjunto, si la cantidad de dinero invertida o una selección más inteligente de los objetivos.

jueves, 8 de agosto de 2013

Suponer, asociar, demostrar

El primer pálpito que sentimos cuando los datos muestran una mejora de los indicadores de salud en países que han estado bajo el foco de la cooperación al desarrollo es: la ayuda internacional funciona. Es un impulso razonable, ya que una mayor disponibilidad de recursos puede, bien utilizada, incrementar la salud de las comunidades. De ahí la insistencia en que se mantengan o incluso multipliquen los flujos financieros hacia las naciones menos desarrolladas y en que se cumplan los compromisos asumidos por los gobiernos de naciones con altos ingresos.

Pero, ¿hasta qué punto es plausible atribuir una relación causal entre las donaciones del Norte y el crecimiento de la esperanza y la calidad de vida en el Sur? La salud responde a variables multifactoriales de las que el insumo de recursos monetarios internacionales hacia los programas sanitarios es sólo una parte. En ocasiones, la subida sostenida del PIB nacional o su distribución más igualitaria, por ejemplo, juega un papel más relevante.

Con el encomiable objetivo de determinar el impacto tangible de la ayuda internacional en la evolución epidemiológica de las tres grandes pandemias, un grupo multinacional liderado por Thyra E. de Jong ha llevado a cabo una revisión sistemática de la literatura científica publicada al respecto. El trabajo ha sido patrocinado por el Fondo Mundial de Lucha Contra el SIDA, la Tuberculosis y la Malaria.

El equipo de investigadores quería explícitamente determinar si existe una relación atributiva entre inversión por un lado y más salud por el otro, y no una mera asociación estadística entre ambos fenómenos. Es decir, no les bastaba con mostrar que los flujos de recursos han coincidido en el tiempo y el espacio con una mejora en los datos sobre las tres enfermedades, sino que era imprescindible conocer la cadena causal completa.

Sorprendentemente (o no), sus estrictos criterios de búsqueda sólo arrojaron 13 artículos correspondientes a 11 estudios llevados a cabo en África y Asia entre 2003 y 2011. Es más: de ésos, apenas dos documentaban todos los estadios de la cadena causal, desde la financiación y el despliegue de los programas hasta los resultados e impactos. Afortunadamente, en ambos análisis la relación causal era positiva.

De Jong y sus colegas insisten en que, probablemente, es verdad que más dinero fresco en forma de ayuda al desarrollo conlleva mejores indicadores de salud, pero no basta ni con suponerlo ni, desde luego, limitarse a establecer la asociación estadística entre ambos elementos: hay que demostrarlo. Y con rigor.  

lunes, 29 de julio de 2013

Los BRICS y la tuberculosis: fregar el suelo con el grifo abierto

Las cinco naciones agrupadas bajo el acrónimo BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) parecen estar tomándose un poco más en serio el grave problema que tienen con la tuberculosis, en especial la resistente a los tratamientos farmacológicos (TB-MDR, por sus siglas en inglés). Y no es para menos: si bien juntas congregan el 45% de todos los casos mundiales de esta pandemia, una cifra cercana al 43% de la población que representan, cuentan en total con el 60% de los 310.000 casos anuales de TB-MDR, lo que señala un serio déficit en sus políticas de prevención y tratamiento.

Frente a estos datos, los ministros de salud de los BRICS, reunidos a principios de año, reconocieron el desafío que tienen por delante y la necesidad de actuar. ¿La retórica de siempre? No, al menos en lo que se refiere al esfuerzo financiero.

Un estudio publicado en la flamante “The Lancet Global Health” por Katherine Floyd y sus colegas del Programa Mundial de Tuberculosis de la OMS muestra que la financiación de la tuberculosis ha crecido sustancialmente entre 2001 y 2011. Dicho aumento incluye también el de los recursos propios de los países más afectados. En concreto, en Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica la proporción de fondos de origen nacional sobre el total de gasto en tuberculosis alcanza ya como media el 95%, lo que supone una virtual autofinanciación. En otras palabras: los BRICS ya no requieren la ayuda de los grandes donantes para cubrir sus necesidades en TB.

¿Por qué entonces sus desproporcionados índices de tuberculosis multirresistente? Invertir dinero es imprescindible pero no suficiente. Por un lado, hacen falta acciones decididas para atajar el floreciente mercado de los medicamentos subóptimos y falsificados, una lacra que parece no tener fin. Por el otro, y esto se nos antoja aún más determinante, la tuberculosis y sus formas más difíciles de tratar tienen como caldo de cultivo el reparto desigual de la riqueza.

En efecto, estudios en Europa, EE UU y Latinoamérica señalan la estrecha relación que existe entre la desigualdad económica y la prevalencia de tuberculosis, incluso en contextos de aumento generalizado del PIB: lo mismo podría decirse de los pujantes BRICS.

La loable voluntad de dedicar más recursos a la lucha contra la tuberculosis, siempre muy bienvenidos, tendrá un efecto limitado si no viene acompañada de políticas comprehensivas dirigidas a la mitigación de sus causas sociales, empezando por la desigualdad socioeconómica. De lo contrario, seguiremos fregando el suelo con el grifo abierto. ¿Están los líderes por la labor?

miércoles, 3 de julio de 2013

Menos mosquiteras y más desarrollo

La malaria es una enfermedad infecciosa que necesita de un vector, la hembra del mosquito anófeles, para transmitirse. Tanto el insecto como el humano, la mayoría de veces un niño, deben compartir el mismo hábitat y en unas condiciones determinadas. De hecho, la progresiva urbanización de cada vez más amplias zonas del mundo parece llevar aparejado una disminución de casos, al menos en ciertas áreas consideradas endémicas hasta hace poco: si el entorno natural de la mosquita se transforma, ésta desaparece y ya no puede ejercer su función de transmisora de la enfermedad.

Pero, ¿hasta qué punto existe una relación directa entre desarrollo socio-económico y riesgo de exposición a la malaria? Al fin y al cabo, la urbanización es un signo de cambio en el modelo económico y social, y aunque suele ir aparejada con el incremento del PIB nacional, también lo está con el aumento de la desigualdad interna de los indicadores de salud.

Lucy Tusting de la London School of Hygiene and Tropical Medicine (LSHTM) y su colegas británicos y sudaneses han rastreado los estudios disponibles sobre el particular con el fin de averiguar si el progreso socio-económico es una herramienta útil de control de la malaria. Más en concreto, quisieron determinar si el riesgo de malaria de niños entre los 0 y los 15 años de edad se relacionaba con su estatus socio-económico. De los casi 4.700 estudios revisados, 20 cumplieron con los criterios de inclusión para el análisis cualitativo aunque sólo 15 disponían de los datos necesarios para ser tenidos en cuenta en el meta-análisis. Los resultados de la investigación, que ha contado con el apoyo económico de la cooperación británica, se han publicado hace un par de semanas en The Lancet.

Los autores encontraron que el cociente de probabilidad de infección por malaria era aproximadamente el doble entre los niños más pobres respecto a los menos pobres, un fenómeno que se repetía en todos los subgrupos.

La pregunta es entonces si para controlar la malaria es preferible centrar los esfuerzos en que los pequeños y sus familias mejoren sus condiciones de vida (o por lo menos que la urbanicen) antes que dedicarse a adquirir y distribuir de forma periódica grandes cantidades de mosquiteras y a medicar a los afectados, como parecen sugerir los investigadores al argüir la creciente emergencia de resistencias del patógeno frente al tratamiento y los insecticidas que impregnan las redes de protección. ¿Es una estrategia más inteligente?

viernes, 21 de junio de 2013

En África, más presupuesto público lleva a más salud

En 2001 los gobiernos africanos se comprometieron en Abuja a dedicar de forma progresiva el 15% de su presupuesto público a la salud. La realidad es que el grado de avance hacia ese objetivo ha sido desigual, ya que algunos países tienen los deberes muy adelantados (Malaui, Ruanda, Botsuana), mientras que otros están estancados o hasta van retrocediendo (Eritrea, Guinea, Guinea-Bissau, República de Congo, Costa de Marfil).

Pero, ¿hasta qué punto existe una correlación entre el compromiso del 15% consagrado en la Declaración de Abuja y el estado real de la salud de las poblaciones? En Occidente, por ejemplo, no siempre gastar más significa tener mejores indicadores sanitarios.

La organización ONE acaba de publicar su informe “The Data Report 2013” en el que analiza los avances de los países subsaharianos en relación con los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM) y los relaciona con el volumen y evolución de las partidas correspondientes en sus presupuestos nacionales.

El resultado que obtienen es que los países que más cerca están de llegar al objetivo del 15% de su presupuesto nacional dedicado a salud son los que mejores indicadores de progreso suelen tener de los ODM 4 (mortalidad infantil) y 5 (mortalidad materna).

Esta relación es independiente tanto del PIB per cápita en términos absolutos como de su ritmo de crecimiento, ya que encontramos cifras dispares entre los países que progresan en salud y los que no. Lo que nos lleva a la conclusión de que no sólo se trata de disponer de recursos, sino también de la decisión política de a qué dedicarlos: ¿les suena de algo?

miércoles, 5 de junio de 2013

¿Quién va a pagar la cuenta?

El pasado 21 de mayo, Jim Kim, presidente del Banco Mundial, se dirigió a los miembros de la Asamblea Mundial de la Salud reunidos en Ginebra con un discurso que, según algunos, hará historia por su firme defensa de la cobertura universal de salud.  

Entre las cosas que dijo el bueno de Kim destacaba su crítica a los gastos directos en salud: “La cuestión de los pagos en el acceso a los servicios es clave. Cualquiera que haya provisto atención sanitaria a los pobres sabe que incluso pagos nimios pueden reducir drásticamente el uso de los servicios que necesitan”. A lo que añadió: “Esto es tanto injusto como innecesario. Los países pueden reemplazar las pagos de acceso a los servicios por un abanico de modelos que financiación sostenible que no supongan un riesgo de que los pobres acaben en una atadura potencialmente mortal”.

¿Pueden realmente? Varios gobiernos africanos han adoptado medidas para eliminar las cuotas de acceso a servicios de salud, en la mayoría de casos para los grupos más vulnerables. Los datos muestran que la eliminación o exención de pagos tiene el efecto esperado del aumento de uso de los servicios, pero también otros menos agradables como la sobrecarga laboral, la caída en la calidad asistencial, la escasez y ruptura del suministro de medicación y otros productos y la discriminación por la asimetría en la información referente a las condiciones y mecanismos de exención o reembolso de gastos.

La eliminación de cuotas también puede influir sobre las conductas de los usuarios. En Burkina Faso, según explica Robert Soeters, la exención de pagos establecida en 2008 para niños menores de cinco años y mujeres embarazadas ha creado tal presión asistencial que los escasos trabajadores ya no tienen tiempo para realizar actividades de planificación familiar, lo que redunda a su vez en un aumento del número de hijos por unidad familiar (la tasa de fertilidad del país es de 6,1, la más alta de África).

En países de bajos ingresos, los pagos que se exigen para disfrutar de servicios de salud tienen dos efectos: discriminan el acceso según capacidad adquisitiva y son una parte, en ocasiones significativa, de la financiación del servicio. Su eliminación aumenta la demanda al tiempo que reduce los recursos para afrontarla, lo que exige disponer de suficientes fondos alternativos, idealmente a través de los presupuestos públicos.

El problema es que muchas economías son todavía tan frágiles que no tienen margen para aumentar su espacio fiscal: en el mejor de los casos, deberían tasar las rentas formales con tipos de hasta ¡el 100%! Si esto no es factible, entonces, ¿quién va a pagar la cuenta?

martes, 28 de mayo de 2013

¿Acabará la globalización por engullir la malaria?

A diferencia del VIH y de la tuberculosis, sus dos colegas del triunvirato de las grandes pandemias, la malaria (dejando a un lado la transmisión materno-fetal y otras menos comunes) no puede saltar de un sujeto a otro sin recurrir a un tercero en discordia. En realidad, una tercera: la hembra del mosquito anófeles. La mosquita en cuestión adquiere el patógeno al chupar sangre a una persona infectada y lo porta en su saliva durante varios días, después de los cuales lo transmite a la siguiente cuando la pica para continuar alimentándose.  

El insecto es pues un colaborador necesario sin el cual el agente que causa la malaria no podría sobrevivir y reproducirse millones de veces al día en todo el mundo. Para completar su ciclo vital la familia de mosquitos necesita, a su vez, de un hábitat determinado en el que el medio acuático juega un rol crucial.

¿Qué sucedería si dicho hábitat fuera transformándose? Andrew Tatem de la Universidad de Southampton ha liderado un grupo de investigadores británicos y estadounidenses que han estudiado la relación entre los procesos de urbanización y la prevalencia de malaria a lo largo del siglo XX, exactamente entre 1900 y 2000, y han descubierto una fuerte asociación negativa entre ambos fenómenos: a mayor grado de urbanización, mayor probabilidad de que un territorio antes plagado por la enfermedad ahora esté libre de ella. Dicha asociación negativa se confirmaba tanto respecto a países enteros como a áreas dentro de cada uno de ellos, y tanto respecto a la extensión como al ritmo de la urbanización: las zonas libres de malaria se habían desarrollado mucho más rápido que aquellas en las que persistía la pandemia.

Y aquí yace uno de los interrogantes: ¿tienen esos territorios menos malaria porque la urbanización transforma el hábitat natural del anófeles o bien los esfuerzos por eliminar el insecto han permitido un mayor y más rápido desarrollo? Tatem cree que en realidad ambos fenómenos se retroalimentan.

Teniendo sin embargo en cuenta que desde finales de 2008 más de la mitad de la población mundial ya vive en ciudades y que para 2050 el porcentaje será muy superior, se antoja que las perspectivas para los desdichados anófeles son bastante crudas.

Hasta que lleguemos a 2050 todavía queda un buen trecho durante el cual decenas de millones de personas seguirán enfermando y una parte significativa muriendo, por lo que dejar al albur de los cambios demográficos el control de la malaria cuando ya contamos con herramientas eficaces sería francamente temerario. Al contrario, saber que las tendencias de transformación geográfica coadyuvan a la eliminación de la pandemia hace que tales herramientas sean, si cabe, más coste-efectivas.  

martes, 21 de mayo de 2013

El VIH como enfermedad de la riqueza

En homenaje a Ned Hayes (1956-2013)

En contra de la percepción tradicional más extendida, la probabilidad de que una mujer africana adquiera el VIH no es inversamente proporcional a su estatus socio-económico (cuanto más pobre, más riesgo), sino al revés. Dos de las principales razones aducidas son el deseo de las mujeres de abandonar la escasez por medio del matrimonio con varones mejor situados que ellas y que a su vez mantienen varias relaciones paralelas y el hecho que relaciona el estatus superior de la mujer con el incremento de su actividad sexual.

Este fenómeno sin embargo no es observable sólo entre individuos según género y grupo socio-económico, sino también entre países. Ashley M. Fox, de la Escuela de Salud Pública de Harvard, ha estudiado los determinantes sociales y económicos de la serología del VIH en el África Subsahariana y ha encontrado ese tipo de datos que los anglosajones llamarían contra-intuitivos, y que aquí preferimos denominar anti-prejuicios.

Por ejemplo, explica el autor, existe un creciente corpus de evidencia que indica que no sólo los más pudientes, dentro de cada uno de los países subsaharianos, cuentan con mayor riesgo de exposición frente al virus, sino que las naciones más afectadas por el VIH son las que además tienen un PIB más elevado. A esta asociación de factores se la conoce como el gradiente seropositividad-bienestar: a mayor riqueza, más VIH.

Pero Fox no sólo indaga en la relación entre riqueza absoluta y extensión de la pandemia del VIH, sino también en la desigualdad como factor de riesgo. Tomando como medida distributiva de los recursos económicos el coeficiente Gini, nuestro investigador establece una asociación clara entre grado de desigualdad y carga de la enfermedad: cuanto más inequitativo es el reparto de la riqueza en un país subsahariano, mayor es su tasa de prevalencia del VIH.

La asociación entre desarrollo socio-económico y aumento de infecciones de transmisión sexual, incluyendo el VIH, parece tan sólida que incluso el descenso observado en lugares como Zimbabue se ha atribuido en parte a la acelerada crisis económica del país: al empobrecerse, los varones tienen menos recursos para mantener múltiples relaciones con más mujeres.

Como argumenta Fox, estas cifras deberían conducirnos a replantear ideas preconcebidas incrustadas en el imaginario colectivo (incluido el académico) y a repensar las estrategias de prevención de una de las dolencias que causa mayor impacto en amplias zonas de África.

[Esta entrada se publica conjuntamente con Health is Global]

viernes, 17 de mayo de 2013

La austeridad mata lentamente

David Stuckler y Sanjay Basu, dos profesores universitarios estadounidenses, acaban de publicar un libro que dará que hablar: “The Body Economic”. El flamante escrito lleva además por subtítulo la inequívoca frase “Por qué la austeridad mata”, una frase rotunda donde las haya.

Para quienes todavía esperamos que el correo nos entrega el texto completo, los autores resumen y adelantan sus tesis tanto en un artículo en, nada menos, The New York Times como en una ilustrada entrada en el blog EpiAnalysis.

A falta de una lectura detallada, sorprende que en sus sinopsis empleen repetidamente dos ejemplos, uno referido a Grecia y otro a España, más que cuestionables.

En el país heleno a principios de 2011 se detectó un aumento del número de casos de VIH superior al 50% concentrado en usuarios de drogas inyectables (UDI), un grupo que había sido minoritario en el perfil epidemiológico de la enfermedad. Stuckler y Basu asocian dicho incremento con las medidas económicas adoptadas por el Gobierno local y que han supuesto una reducción sin precedentes del presupuesto sanitario, incluyendo los programas de intercambio de jeringuillas. Sin embargo, una lectura más atenta de los datos sugiere que el rápido crecimiento de los nuevos casos de VIH en Grecia puede tener su origen en el desplazamiento de migrantes UDI desde países vecinos como Bulgaria. Aunque esta interpretación ha recibido críticas, resulta plausible dadas las características de transmisibilidad del virus. Cierto es que sin medidas tan restrictivas nuestros convecinos del otro lado del Mediterráneo tal vez hubieran estado en mejores condiciones de hacer frente a este repentino crecimiento de la población en riesgo, pero de ello no se puede deducir que la austeridad per se conduzca al aumento del VIH a corto plazo: es necesario que se den otros factores coadyuvantes.

Pero lo que resulta a todas luces incomprensible es que los dos académicos insistan en utilizar el incremento de la tasa de suicidios en España como argumento irrefutable de que la austeridad mata, por la sencilla razón de que dicha tasa no sólo no ha subido sino que ha estado descendiendo en los últimos años, tal como recoge el Instituto Nacional de Estadística:
 

Como explican Galindo y Llaneras, claro que existe relación entre crisis económica y tasas de suicidio, pero ésta no es lineal y puede quedar contrarrestada por otras variables, como la robustez de la red de seguridad familiar, que en España parece bastante sólida.

Sabemos que la austeridad ha disparado la desigualdad socioeconómica y que ésta se asocia a una mayor mortalidad, por lo que nos atrevemos a augurar que las políticas de austeridad sí tendrán efectos deletéreos para nuestra salud, pero serán a más largo plazo. Y peores.

martes, 7 de mayo de 2013

La importancia de ser noruego

[Esta entrada se ha publicado originalmente en el blog 3.500 millones]

Noruega es uno de los países menos desiguales del mundo y también de los más sanos: sus tasas de mortalidad infantil y materna, por ejemplo, están entre las más bajas del planeta. Que la igualdad económica y la buena salud vayan de la mano no es una casualidad: está ampliamente demostrado que la primera es un potente determinante de la segunda. Y eso vale para Noruega como para prácticamente cualquier otro lugar.

Nuestros vecinos nórdicos son también una de las naciones más generosas: este año dedicarán 5.300 millones dólares a cooperación al desarrollo: el 1% de su PIB, ahí es nada. Mientras, en España, el año pasado no superamos el 0,15% de nuestro propio PIB, lo que casi no llega a 2.000 millones de dólares. Está por ver cómo acabará 2013, pero no pinta bien. 

De acuerdo, el dinero no lo es todo. También están las prioridades políticas, es decir, a qué se va a dedicar el montante, sea mucho o poco. Noruega lo tiene claro: su prioridad es abordar las crecientes disparidades ya no tanto (o sólo) entre países ricos y pobres, como sobre todo entre los ricos y los pobres dentro de cada país. Y se lo toma tan en serio que un eje fundamental de su acción en desarrollo será ayudar y pedir a los receptores de su abundante ayuda que aumenten sus propios esfuerzos por recaudar impuestos y distribuir mejor sus riquezas entre su población. Si nosotros hemos conseguido que toda la sociedad se beneficie de los ingresos derivados de nuestros recursos energéticos, vosotros también podéis repartir mejor lo que vais generando, vienen a decir.

En España, el IV Plan Director de la Cooperación Española aprobado a finales de 2012 apuesta, al menos sobre el papel, por la lucha con la desigualdad: le dedica un apartado y el término salpica reiteradamente el texto. Desde entonces, para nuestro pesar, las palabras igualdad y desigualdad han ido paulatinamente desapareciendo del discurso oficial, hasta el punto que el Secretario General de Cooperación Gonzalo Robles no las menciona ni una sola vez en su última comparecencia ante el Congreso, el 17 de abril.

¿A qué se debe este giro? Les ofrezco dos opciones: o bien el Gobierno nunca creyó de verdad en hacer del combate de la desigualdad una prioridad de la ayuda al desarrollo, o bien los responsables de las políticas de cooperación han llegado a la conclusión de que no podemos pregonar fuera lo que no cumplimos dentro. Ustedes eligen.

Noruega disfruta, es un decir, de un promedio de 4,5 horas de luz solar diaria, lluvia 13 días al mes, y una temperatura anual media de 6,2ºC. En la distancia, no puedo dejar de fantasear con la idea de que por una vez no estaría nada mal intercambiar un poco de nuestro calor por algo de su coherencia.

 

miércoles, 1 de mayo de 2013

¿Cuánto cuesta realmente desarrollar un fármaco?

[Esta entrada apareció originalmente en el diario El País]

Hace poco, Andrew Witty, consejero delegado de la multinacional británica GlaxoSmithKline, se sinceró ante sus colegas que asistían a una conferencia en Londres: los aproximadamente 1.000 millones de euros que según la patronal del sector cuesta poner en el mercado un fármaco nuevo “es uno de los grandes mitos de la industria farmacéutica”.

La polémica arrecia en el momento en que 120 prestigiosos oncólogos de todo el mundo, nada sospechosos de radicalismo, alertan de que el precio de las nuevas terapias contra el cáncer está llegando a niveles insostenibles, a lo que los laboratorios insisten en que desarrollar productos innovadores es muy costoso, blandiendo de nuevo los mismos números redondos: 1.000 millones.

Pero, ¿de dónde sale esta cifra? Su origen está en un estudio publicado en 2003 por Joe DiMasi y sus colegas de la Universidad Tufts de EE UU. En él, utilizando datos proporcionados por las propias compañías, los autores llegan a la conclusión de que la I+D de un nuevo medicamento alcanzaba en torno a los 800 millones de dólares. Actualizaciones posteriores de los mismos académicos calculan que el montante actual se situaría por encima de los 1.200 millones de dólares, que se convertirían grosso modo en esos míticos 1.000 millones de euros de los que habla Witty.

Los cálculos de DiMasi y sus amigos presentan varios problemas. El primero que salta a la vista es el conflicto de intereses de las fuentes: no existe manera de corroborar de forma independiente que los costes alegados por los laboratorios son los que aseveran. A no ser, claro, que estén dispuestos a abrir sus libros de contabilidad, lo que no parece nada probable. El segundo problema, que es en el que incide Witty, es el hecho de que las empresas trasladan los gastos generados por sus proyectos fallidos a los costes de sus productos exitosos, multiplicando el precio de éstos. Esta práctica incentiva que la industria sea poco cuidadosa a la hora de aventurarse en según qué investigaciones de dudosa viabilidad: si sale bien, genial; si no, ya se lo cargaremos a otro.

El tercer y peliagudo asunto es la tasa de coste de capital del 11% que adoptan DiMasi y sus colegas. Dicha tasa es el retorno que el inversor espera obtener por inmovilizar su capital durante los 10 años o más que puede tardar el desarrollo clínico del fármaco, y equivaldría al interés que hubiera obtenido de haber colocado la misma cantidad de dinero en determinados valores de mercado. Situado en el 11%, el coste de capital puede suponer en algunos casos hasta casi la mitad de todos los costes de la I+D de un fármaco: ¿es esto razonable?

Con la información de la que disponemos resulta muy difícil determinar de modo fehaciente el coste promedio real de la innovación farmacéutica pero lo que parece claro es que el dogma de los 1.000 millones es cada vez menos sostenible.

martes, 30 de abril de 2013

La excepción china

Considerados en su conjunto, los países más desiguales tienden a tener peores indicadores de salud que los países que lo son menos. Que esa tendencia haya sido verificada repetidas veces no quiere decir que no haya excepciones, o que el Gobierno de una nación no pueda tomar medidas políticas para contrarrestar los efectos de la desigualdad sobre el bienestar de su población.

Tomemos el ejemplo de China y la India. Entre 1960 y 2009, ambos gigantes asiáticos experimentaron impresionantes mejoras en varios indicadores básicos, pero no al mismo ritmo. Por ejemplo, hace cuatro años en India 66 de cada 1.000 niños fallecían antes de alcanzar su 5º cumpleaños, cifra que se reducía a 19 en el caso de China. La esperanza de vida al nacer en la antigua colonia británica se incrementó en ese mismo periodo en 23 años, de los 42 a los 65,  frente a los 27, de los 47 a los 74, de su vecino y rival comercial y político.

Y sin embargo, China es más desigual que India. De hecho, si tomamos como criterio el ahora cuestionado pero todavía referente coeficiente Gini, mucho más: 47 frente a 33,4. Incluso al compararse entre sí ambos gigantes asiático tampoco se ajustan a otro criterio clásico por el cual los países democráticos tienden a disfrutar de mejor salud que los que no lo son.

¿Por qué China adelanta a India en sus indicadores de salud? El mayor retraso indio se asocia a tasas superiores de enfermedades infecciosas y de mortalidad materna e infantil, que a su vez se relacionan con un mayor tamaño de las familias. Como explica el profesor sueco Hans Rosling, existe una fuerte conexión inversa entre el número de hijos y la esperanza de vida: cuanto menor es el tamaño del hogar, mayor es la probabilidad de reducir la mortalidad materna e infantil y de vivir más tiempo.

China impuso por la fuerza a finales de los 70 su muy polémica política de hijo único, que pese al sufrimiento personal causado y a las continuas críticas sobre su aplicación sigue en vigor hoy día. Los datos sugieren que tal decisión ha contribuido decisivamente a incrementar las condiciones de vida de sus habitantes y a convertir al antiguo imperio del centro en superpotencia mundial. La pregunta es si el precio pagado ha valido la pena.  

lunes, 22 de abril de 2013

El libre comercio no puede con la tuberculosis

La Organización Mundial del Comercio (OMC) defiende que “la apertura de los mercados nacionales al comercio internacional, con sus justificadas excepciones o una adecuada flexibilidad, alentará y contribuirá al desarrollo sostenible, aumentará el bienestar de las poblaciones, reducirá la pobreza y promoverá la paz y la estabilidad”, lo que no es poco.

Si el libre comercio conduce al bienestar reduciendo la pobreza, ello debería significar una disminución de las enfermedades que están asociadas a esta última, como la tuberculosis. Siguiendo la lógica del argumento, un país con una alta carga de esta enfermedad la podrá mitigar si sus niveles de pobreza descienden, lo que podría conseguir, según la OMC, abrazando políticas de libre comercio.

¿Es eso cierto? Kayvan Bozorgmehr y Miguel San Sebastián, dos investigadores de la Universidad de Umeå en Suecia, han querido averiguar si el hecho de que un país adopte el libre comercio tiene impacto sobre la incidencia de la tuberculosis. Los resultados fueron publicados la semana pasada en la revista “Health Policy & Planning”.  

Los autores del estudio tomaron los 22 países con mayor carga de tuberculosis y relacionaron la evolución de su tasa de incidencia de tuberculosis entre 1990 y 2010 con una seria de indicadores que mostraban su grado de exposición al libre comercio. Tras un análisis estadístico francamente complejo con el que quisieron controlar un buen número de variables de confusión, concluyeron que adentrarse en el proceloso mundo de la liberalización económica no mejoraba la incidencia de esa enfermedad. Es más, el único factor que pudieron asociar de manera positiva fue, curiosamente, la pertenencia a la OMC: los países miembros de esta organización tenían mayores tasas de tuberculosis que los no miembros, y un mismo país tendía a tener más tuberculosis después de su ingreso en la institución que antes.
 
Puede que el libre comercio facilite una mayor fuente de ingresos nacionales, pero parece que eso no es suficiente para hacer frente a las enfermedades asociadas con la pobreza. Al menos, no para la tuberculosis. En otra investigación publicada en 2012, George Ploubidis y sus colegas de la LSHTM estudiaron la relación entre las tasas de incidencia y prevalencia de esta enfermedad y sus determinantes socio-económicos a lo largo de la década 2000-2009 en los países que comprenden la región europea de la OMS. Sus datos concluyen que tanto la evolución del PIB como la distribución de éste entre los diferentes grupos de población condicionaban hasta el 50% de la variabilidad de la tasa de tuberculosis, lo que indica que no sólo es cuánta riqueza se genera, sino también, y con el mismo grado de importancia, cómo se reparte.

jueves, 18 de abril de 2013

¿De qué mueren los niños en los países ricos?


Es conocida la relación entre desigualdad de ingresos y mortalidad infantil en países en desarrollo, e incluso el hecho de que los niños de países de ingresos medios con mayores tasas de desigualdad doméstica tienen menos probabilidad de recibir intervenciones sanitarias esenciales que los de países más uniformemente pobres.

 ¿Sucede lo mismo en el otro extremo de la balanza? Hace unos días UNICEF daba a conocer su nuevo estudio sobre la situación de la infancia en los países desarrollados, que bien podría haberse llamado sobre informe sobre el malestar de la infancia en medio de la abundancia. Y ello porque pese a la evidencia de los progresos, sigue habiendo datos sorprendentes, como la muy mala clasificación de países de altos ingresos como EE UU, Canadá o el Reino Unido en la tabla de mortalidad infantil, definida como la posibilidad de fallecimiento antes de los 12 meses de vida por cada 1.000 nacidos vivos.

Una interpretación espontánea de estos datos, que es la que sugiere UNICEF, es que no se trata tanto de una cuestión económica como de voluntad política: al fin y al cabo, insisten, las cifras no establecen una relación entre la riqueza nacional medida por el PIB de los países y el correspondiente grado de bienestar infantil (que además de la tasa de mortalidad infantil incluye otras dos variables).

¿Pero qué ocurre si en vez del PIB empleamos el índice de desigualdad económica interna como indicador? Eso es lo que hicieron D. Collison y sus colegas en un artículo aparecido en 2007 en la revista Journal of Public Health. Utilizando datos publicados precisamente por UNICEF entre 2003 y 2006 y que correspondían al período 2001-2004, relacionaron el nivel de desigualdad de los 21 países más ricos de la OCDE para los que disponían de datos con sus tasas de mortalidad infantil, en esta ocasión antes de los cinco años.

Los resultados fueron contundentes: existía una fuerte correlación entre el nivel de inequidad en la distribución de los ingresos dentro del país y la tasa de mortalidad infantil (<5 años). Dicha correlación persistía incluso al excluir en el análisis a EE UU, para eliminar el posible grado de distorsión del gigante norteamericano:
 
 
Es cierto que los criterios de UNICEF son diferentes (mortalidad hasta los 12 meses y lista más amplia de países) y tal vez el mismo análisis arrojara otros resultados. Ello no obsta para creer que las conclusiones de Collison y sus colegas podrían seguir siendo actuales, y que lo que de verdad amenaza la vida de los niños no es el nivel de riqueza del país sino su distribución desigual.