A diferencia del VIH y de la
tuberculosis, sus dos colegas del triunvirato de las grandes pandemias, la
malaria (dejando a un lado la transmisión materno-fetal y otras
menos comunes) no puede saltar de un sujeto a otro sin recurrir a un tercero en
discordia. En realidad, una tercera: la hembra del mosquito anófeles.
La mosquita en cuestión adquiere el patógeno al chupar sangre a una persona infectada y lo porta
en su saliva durante varios días, después de los cuales lo transmite a la
siguiente cuando la pica para continuar alimentándose.
El insecto es pues un colaborador
necesario sin el cual el agente que causa la malaria no podría sobrevivir y reproducirse
millones de veces al día en todo el mundo. Para completar su ciclo vital la
familia de mosquitos necesita, a su vez, de un hábitat determinado en el
que el medio acuático juega un rol crucial.
¿Qué sucedería si dicho hábitat
fuera transformándose? Andrew Tatem de la Universidad de Southampton ha
liderado un grupo de investigadores británicos y estadounidenses que han estudiado la
relación entre los procesos de urbanización y la prevalencia de malaria a lo
largo del siglo XX, exactamente entre 1900 y 2000, y han descubierto una fuerte
asociación negativa entre ambos fenómenos: a mayor grado de urbanización, mayor
probabilidad de que un territorio antes plagado por la enfermedad ahora esté
libre de ella. Dicha asociación negativa se confirmaba tanto respecto a países enteros
como a áreas dentro de cada uno de ellos, y tanto respecto a la extensión como
al ritmo de la urbanización: las zonas libres de malaria se habían desarrollado
mucho más rápido que aquellas en las que persistía la pandemia.
Y aquí yace uno de los
interrogantes: ¿tienen esos territorios menos malaria porque la urbanización
transforma el hábitat natural del anófeles o bien los esfuerzos por eliminar el
insecto han permitido un mayor y más rápido desarrollo? Tatem cree que en realidad ambos
fenómenos se retroalimentan.
Teniendo sin embargo en cuenta
que desde finales de 2008 más de la mitad de la población mundial ya vive en
ciudades y que para
2050 el porcentaje será muy superior, se antoja que las perspectivas para los desdichados anófeles
son bastante crudas.
Hasta que lleguemos a 2050
todavía queda un buen trecho durante el cual decenas de millones de personas seguirán
enfermando y una parte significativa muriendo, por lo que dejar al albur de los
cambios demográficos el control de la malaria cuando ya contamos con
herramientas eficaces sería francamente temerario. Al contrario, saber que las
tendencias de transformación geográfica coadyuvan a la eliminación de la
pandemia hace que tales herramientas sean, si cabe, más coste-efectivas.