martes, 28 de mayo de 2013

¿Acabará la globalización por engullir la malaria?

A diferencia del VIH y de la tuberculosis, sus dos colegas del triunvirato de las grandes pandemias, la malaria (dejando a un lado la transmisión materno-fetal y otras menos comunes) no puede saltar de un sujeto a otro sin recurrir a un tercero en discordia. En realidad, una tercera: la hembra del mosquito anófeles. La mosquita en cuestión adquiere el patógeno al chupar sangre a una persona infectada y lo porta en su saliva durante varios días, después de los cuales lo transmite a la siguiente cuando la pica para continuar alimentándose.  

El insecto es pues un colaborador necesario sin el cual el agente que causa la malaria no podría sobrevivir y reproducirse millones de veces al día en todo el mundo. Para completar su ciclo vital la familia de mosquitos necesita, a su vez, de un hábitat determinado en el que el medio acuático juega un rol crucial.

¿Qué sucedería si dicho hábitat fuera transformándose? Andrew Tatem de la Universidad de Southampton ha liderado un grupo de investigadores británicos y estadounidenses que han estudiado la relación entre los procesos de urbanización y la prevalencia de malaria a lo largo del siglo XX, exactamente entre 1900 y 2000, y han descubierto una fuerte asociación negativa entre ambos fenómenos: a mayor grado de urbanización, mayor probabilidad de que un territorio antes plagado por la enfermedad ahora esté libre de ella. Dicha asociación negativa se confirmaba tanto respecto a países enteros como a áreas dentro de cada uno de ellos, y tanto respecto a la extensión como al ritmo de la urbanización: las zonas libres de malaria se habían desarrollado mucho más rápido que aquellas en las que persistía la pandemia.

Y aquí yace uno de los interrogantes: ¿tienen esos territorios menos malaria porque la urbanización transforma el hábitat natural del anófeles o bien los esfuerzos por eliminar el insecto han permitido un mayor y más rápido desarrollo? Tatem cree que en realidad ambos fenómenos se retroalimentan.

Teniendo sin embargo en cuenta que desde finales de 2008 más de la mitad de la población mundial ya vive en ciudades y que para 2050 el porcentaje será muy superior, se antoja que las perspectivas para los desdichados anófeles son bastante crudas.

Hasta que lleguemos a 2050 todavía queda un buen trecho durante el cual decenas de millones de personas seguirán enfermando y una parte significativa muriendo, por lo que dejar al albur de los cambios demográficos el control de la malaria cuando ya contamos con herramientas eficaces sería francamente temerario. Al contrario, saber que las tendencias de transformación geográfica coadyuvan a la eliminación de la pandemia hace que tales herramientas sean, si cabe, más coste-efectivas.  

martes, 21 de mayo de 2013

El VIH como enfermedad de la riqueza

En homenaje a Ned Hayes (1956-2013)

En contra de la percepción tradicional más extendida, la probabilidad de que una mujer africana adquiera el VIH no es inversamente proporcional a su estatus socio-económico (cuanto más pobre, más riesgo), sino al revés. Dos de las principales razones aducidas son el deseo de las mujeres de abandonar la escasez por medio del matrimonio con varones mejor situados que ellas y que a su vez mantienen varias relaciones paralelas y el hecho que relaciona el estatus superior de la mujer con el incremento de su actividad sexual.

Este fenómeno sin embargo no es observable sólo entre individuos según género y grupo socio-económico, sino también entre países. Ashley M. Fox, de la Escuela de Salud Pública de Harvard, ha estudiado los determinantes sociales y económicos de la serología del VIH en el África Subsahariana y ha encontrado ese tipo de datos que los anglosajones llamarían contra-intuitivos, y que aquí preferimos denominar anti-prejuicios.

Por ejemplo, explica el autor, existe un creciente corpus de evidencia que indica que no sólo los más pudientes, dentro de cada uno de los países subsaharianos, cuentan con mayor riesgo de exposición frente al virus, sino que las naciones más afectadas por el VIH son las que además tienen un PIB más elevado. A esta asociación de factores se la conoce como el gradiente seropositividad-bienestar: a mayor riqueza, más VIH.

Pero Fox no sólo indaga en la relación entre riqueza absoluta y extensión de la pandemia del VIH, sino también en la desigualdad como factor de riesgo. Tomando como medida distributiva de los recursos económicos el coeficiente Gini, nuestro investigador establece una asociación clara entre grado de desigualdad y carga de la enfermedad: cuanto más inequitativo es el reparto de la riqueza en un país subsahariano, mayor es su tasa de prevalencia del VIH.

La asociación entre desarrollo socio-económico y aumento de infecciones de transmisión sexual, incluyendo el VIH, parece tan sólida que incluso el descenso observado en lugares como Zimbabue se ha atribuido en parte a la acelerada crisis económica del país: al empobrecerse, los varones tienen menos recursos para mantener múltiples relaciones con más mujeres.

Como argumenta Fox, estas cifras deberían conducirnos a replantear ideas preconcebidas incrustadas en el imaginario colectivo (incluido el académico) y a repensar las estrategias de prevención de una de las dolencias que causa mayor impacto en amplias zonas de África.

[Esta entrada se publica conjuntamente con Health is Global]

viernes, 17 de mayo de 2013

La austeridad mata lentamente

David Stuckler y Sanjay Basu, dos profesores universitarios estadounidenses, acaban de publicar un libro que dará que hablar: “The Body Economic”. El flamante escrito lleva además por subtítulo la inequívoca frase “Por qué la austeridad mata”, una frase rotunda donde las haya.

Para quienes todavía esperamos que el correo nos entrega el texto completo, los autores resumen y adelantan sus tesis tanto en un artículo en, nada menos, The New York Times como en una ilustrada entrada en el blog EpiAnalysis.

A falta de una lectura detallada, sorprende que en sus sinopsis empleen repetidamente dos ejemplos, uno referido a Grecia y otro a España, más que cuestionables.

En el país heleno a principios de 2011 se detectó un aumento del número de casos de VIH superior al 50% concentrado en usuarios de drogas inyectables (UDI), un grupo que había sido minoritario en el perfil epidemiológico de la enfermedad. Stuckler y Basu asocian dicho incremento con las medidas económicas adoptadas por el Gobierno local y que han supuesto una reducción sin precedentes del presupuesto sanitario, incluyendo los programas de intercambio de jeringuillas. Sin embargo, una lectura más atenta de los datos sugiere que el rápido crecimiento de los nuevos casos de VIH en Grecia puede tener su origen en el desplazamiento de migrantes UDI desde países vecinos como Bulgaria. Aunque esta interpretación ha recibido críticas, resulta plausible dadas las características de transmisibilidad del virus. Cierto es que sin medidas tan restrictivas nuestros convecinos del otro lado del Mediterráneo tal vez hubieran estado en mejores condiciones de hacer frente a este repentino crecimiento de la población en riesgo, pero de ello no se puede deducir que la austeridad per se conduzca al aumento del VIH a corto plazo: es necesario que se den otros factores coadyuvantes.

Pero lo que resulta a todas luces incomprensible es que los dos académicos insistan en utilizar el incremento de la tasa de suicidios en España como argumento irrefutable de que la austeridad mata, por la sencilla razón de que dicha tasa no sólo no ha subido sino que ha estado descendiendo en los últimos años, tal como recoge el Instituto Nacional de Estadística:
 

Como explican Galindo y Llaneras, claro que existe relación entre crisis económica y tasas de suicidio, pero ésta no es lineal y puede quedar contrarrestada por otras variables, como la robustez de la red de seguridad familiar, que en España parece bastante sólida.

Sabemos que la austeridad ha disparado la desigualdad socioeconómica y que ésta se asocia a una mayor mortalidad, por lo que nos atrevemos a augurar que las políticas de austeridad sí tendrán efectos deletéreos para nuestra salud, pero serán a más largo plazo. Y peores.

martes, 7 de mayo de 2013

La importancia de ser noruego

[Esta entrada se ha publicado originalmente en el blog 3.500 millones]

Noruega es uno de los países menos desiguales del mundo y también de los más sanos: sus tasas de mortalidad infantil y materna, por ejemplo, están entre las más bajas del planeta. Que la igualdad económica y la buena salud vayan de la mano no es una casualidad: está ampliamente demostrado que la primera es un potente determinante de la segunda. Y eso vale para Noruega como para prácticamente cualquier otro lugar.

Nuestros vecinos nórdicos son también una de las naciones más generosas: este año dedicarán 5.300 millones dólares a cooperación al desarrollo: el 1% de su PIB, ahí es nada. Mientras, en España, el año pasado no superamos el 0,15% de nuestro propio PIB, lo que casi no llega a 2.000 millones de dólares. Está por ver cómo acabará 2013, pero no pinta bien. 

De acuerdo, el dinero no lo es todo. También están las prioridades políticas, es decir, a qué se va a dedicar el montante, sea mucho o poco. Noruega lo tiene claro: su prioridad es abordar las crecientes disparidades ya no tanto (o sólo) entre países ricos y pobres, como sobre todo entre los ricos y los pobres dentro de cada país. Y se lo toma tan en serio que un eje fundamental de su acción en desarrollo será ayudar y pedir a los receptores de su abundante ayuda que aumenten sus propios esfuerzos por recaudar impuestos y distribuir mejor sus riquezas entre su población. Si nosotros hemos conseguido que toda la sociedad se beneficie de los ingresos derivados de nuestros recursos energéticos, vosotros también podéis repartir mejor lo que vais generando, vienen a decir.

En España, el IV Plan Director de la Cooperación Española aprobado a finales de 2012 apuesta, al menos sobre el papel, por la lucha con la desigualdad: le dedica un apartado y el término salpica reiteradamente el texto. Desde entonces, para nuestro pesar, las palabras igualdad y desigualdad han ido paulatinamente desapareciendo del discurso oficial, hasta el punto que el Secretario General de Cooperación Gonzalo Robles no las menciona ni una sola vez en su última comparecencia ante el Congreso, el 17 de abril.

¿A qué se debe este giro? Les ofrezco dos opciones: o bien el Gobierno nunca creyó de verdad en hacer del combate de la desigualdad una prioridad de la ayuda al desarrollo, o bien los responsables de las políticas de cooperación han llegado a la conclusión de que no podemos pregonar fuera lo que no cumplimos dentro. Ustedes eligen.

Noruega disfruta, es un decir, de un promedio de 4,5 horas de luz solar diaria, lluvia 13 días al mes, y una temperatura anual media de 6,2ºC. En la distancia, no puedo dejar de fantasear con la idea de que por una vez no estaría nada mal intercambiar un poco de nuestro calor por algo de su coherencia.

 

miércoles, 1 de mayo de 2013

¿Cuánto cuesta realmente desarrollar un fármaco?

[Esta entrada apareció originalmente en el diario El País]

Hace poco, Andrew Witty, consejero delegado de la multinacional británica GlaxoSmithKline, se sinceró ante sus colegas que asistían a una conferencia en Londres: los aproximadamente 1.000 millones de euros que según la patronal del sector cuesta poner en el mercado un fármaco nuevo “es uno de los grandes mitos de la industria farmacéutica”.

La polémica arrecia en el momento en que 120 prestigiosos oncólogos de todo el mundo, nada sospechosos de radicalismo, alertan de que el precio de las nuevas terapias contra el cáncer está llegando a niveles insostenibles, a lo que los laboratorios insisten en que desarrollar productos innovadores es muy costoso, blandiendo de nuevo los mismos números redondos: 1.000 millones.

Pero, ¿de dónde sale esta cifra? Su origen está en un estudio publicado en 2003 por Joe DiMasi y sus colegas de la Universidad Tufts de EE UU. En él, utilizando datos proporcionados por las propias compañías, los autores llegan a la conclusión de que la I+D de un nuevo medicamento alcanzaba en torno a los 800 millones de dólares. Actualizaciones posteriores de los mismos académicos calculan que el montante actual se situaría por encima de los 1.200 millones de dólares, que se convertirían grosso modo en esos míticos 1.000 millones de euros de los que habla Witty.

Los cálculos de DiMasi y sus amigos presentan varios problemas. El primero que salta a la vista es el conflicto de intereses de las fuentes: no existe manera de corroborar de forma independiente que los costes alegados por los laboratorios son los que aseveran. A no ser, claro, que estén dispuestos a abrir sus libros de contabilidad, lo que no parece nada probable. El segundo problema, que es en el que incide Witty, es el hecho de que las empresas trasladan los gastos generados por sus proyectos fallidos a los costes de sus productos exitosos, multiplicando el precio de éstos. Esta práctica incentiva que la industria sea poco cuidadosa a la hora de aventurarse en según qué investigaciones de dudosa viabilidad: si sale bien, genial; si no, ya se lo cargaremos a otro.

El tercer y peliagudo asunto es la tasa de coste de capital del 11% que adoptan DiMasi y sus colegas. Dicha tasa es el retorno que el inversor espera obtener por inmovilizar su capital durante los 10 años o más que puede tardar el desarrollo clínico del fármaco, y equivaldría al interés que hubiera obtenido de haber colocado la misma cantidad de dinero en determinados valores de mercado. Situado en el 11%, el coste de capital puede suponer en algunos casos hasta casi la mitad de todos los costes de la I+D de un fármaco: ¿es esto razonable?

Con la información de la que disponemos resulta muy difícil determinar de modo fehaciente el coste promedio real de la innovación farmacéutica pero lo que parece claro es que el dogma de los 1.000 millones es cada vez menos sostenible.