viernes, 13 de septiembre de 2013

¿Ayudamos a los países o ayudamos a las personas?

En los últimos años, una buena parte de los países en vías de desarrollo están llevando a cabo un importante esfuerzo por aumentar la financiación con recursos propios de sus programas de salud: pandemias como el VIH o la tuberculosis merecen una creciente atención financiera por parte de los gobiernos locales. Pero, ¿es esto suficiente?

Amanda Glassman  y Yuna Sakuma del Centro de Desarrollo Global de los EE UU nos avisa de que los datos más recientes confirman una tendencia inalterada también de estos últimos años: que la carga de enfermedad se concentra cada vez más en los países de ingresos medios, y en especial en un populoso grupo de cinco conocido como los PINCI: Paquistán, India, Nigeria, China e Indonesia.

Una de las implicaciones de este fenómeno es que un creciente número de personas pobres se ven excluidas de las ayudas internacionales canalizadas a través de organismos multilaterales como el Fondo Mundial de Lucha contra el SIDA, la Tuberculosis y la Malaria o la Alianza GAVI de vacunación infantil. Esto ocurre porque los criterios de elegibilidad de dichos organismos se basan en la renta per cápita promedia del país candidato a recibir apoyo, no del número total de sus habitantes que puedan catalogarse como pobres.

Por tal razón, Glassman y Sakuma proponen que entidades como el Fondo Mundial o GAVI cambien sus políticas y tomen como punto de partida las necesidades de las personas y no, o no sólo, la de los países. Según su punto de vista un pobre debería ser merecedor de ayuda con independencia de si vive en un país que en su conjunto también lo sea o de que habite en otro cuyos ingresos medios sean más elevados.

El enfoque que proponen nuestras colegas estadounidenses plantea sin embargo varios desafíos en los planos de la responsabilidad, el impacto y la legitimidad: ¿cómo se articula la ayuda a países de ingresos medios y crecimiento económico constante de forma que sus gobiernos no se desentiendan de su cuota de responsabilidad para hacer frente a la pobreza de sus nacionales?; ¿cómo se asegura que la transferencia de recursos no ahonda más en la brecha de la desigualdad nacional?; y, no por último menos importante, ¿cómo convencemos a las atribuladas sociedades de los países donantes que es justo y conveniente utilizar sus impuestos para luchar contra la pobreza en territorios que parecen avanzar económicamente a mejor ritmo que ellas mismas?

Antes de optar por cambiar de criterio y ayudar a las poblaciones en vez de a los países, estos y otros interrogantes deberían quedar resueltos.

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