En los últimos años, una buena parte
de los países en vías de desarrollo están llevando a cabo un importante
esfuerzo por aumentar la financiación con recursos propios de sus programas de
salud: pandemias como el
VIH o la
tuberculosis merecen una creciente atención financiera por parte de los
gobiernos locales. Pero, ¿es esto suficiente?
Amanda Glassman y Yuna Sakuma del Centro de
Desarrollo Global de los EE UU nos
avisa de que los datos más recientes confirman una tendencia inalterada también
de estos últimos años: que la carga de enfermedad se concentra cada vez más en
los países de ingresos medios, y en especial en un populoso grupo de cinco
conocido como los PINCI: Paquistán, India, Nigeria, China e Indonesia.
Una de las implicaciones de este
fenómeno es que un creciente número de personas pobres se ven excluidas de las
ayudas internacionales canalizadas a través de organismos multilaterales como el
Fondo
Mundial de Lucha contra el SIDA, la Tuberculosis y la Malaria o la Alianza
GAVI de vacunación infantil. Esto ocurre porque los criterios de
elegibilidad de dichos organismos se basan en la renta per cápita promedia del
país candidato a recibir apoyo, no del número total de sus habitantes que
puedan catalogarse como pobres.
Por tal razón, Glassman y Sakuma proponen que entidades como el Fondo Mundial o GAVI cambien sus
políticas y tomen como punto de partida las necesidades de las personas y no, o
no sólo, la de los países. Según su punto de vista un pobre debería ser merecedor
de ayuda con independencia de si vive en un país que en su conjunto también lo
sea o de que habite en otro cuyos ingresos medios sean más elevados.
El enfoque que proponen nuestras
colegas estadounidenses plantea sin embargo varios desafíos en los planos de la
responsabilidad, el impacto y la legitimidad: ¿cómo se articula la ayuda a
países de ingresos medios y crecimiento económico constante de forma que sus
gobiernos no se desentiendan de su
cuota de responsabilidad para hacer frente a la pobreza de sus nacionales?;
¿cómo se asegura que la transferencia de recursos no
ahonda más en la brecha de la desigualdad nacional?; y, no por último menos
importante, ¿cómo convencemos a las atribuladas sociedades de los países
donantes que es justo y conveniente utilizar sus impuestos para luchar contra
la pobreza en territorios que parecen avanzar económicamente a mejor ritmo que
ellas mismas?
Antes de optar por cambiar de criterio y ayudar a las
poblaciones en vez de a los países, estos y otros interrogantes deberían quedar
resueltos.
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