Hace poco, Andrew Witty, consejero delegado de la multinacional británica GlaxoSmithKline, se sinceró ante sus colegas que asistían a una conferencia en Londres: los aproximadamente 1.000 millones de euros que según la patronal del sector cuesta poner en el mercado un fármaco nuevo “es uno de los grandes mitos de la industria farmacéutica”.
La
polémica arrecia en el momento en que 120 prestigiosos oncólogos de todo el
mundo, nada sospechosos de radicalismo, alertan de que el precio de las nuevas
terapias contra el cáncer está llegando a niveles insostenibles, a lo que los
laboratorios insisten en que desarrollar productos innovadores es muy costoso,
blandiendo de nuevo los mismos números redondos: 1.000 millones.
Pero,
¿de dónde sale esta cifra? Su origen está en un estudio publicado en 2003 por Joe
DiMasi y sus colegas de la Universidad Tufts de EE UU. En él, utilizando
datos proporcionados por las propias compañías, los autores llegan a la
conclusión de que la I+D de un nuevo medicamento alcanzaba en torno a los 800
millones de dólares. Actualizaciones posteriores de los mismos académicos
calculan que el montante actual se situaría por encima de los 1.200 millones de
dólares, que se convertirían grosso
modo en esos míticos 1.000 millones de euros de los que habla
Witty.
Los
cálculos de DiMasi y sus amigos presentan varios problemas. El primero que
salta a la vista es el conflicto
de intereses de las fuentes: no existe manera de corroborar de forma independiente
que los costes alegados por los laboratorios son los que aseveran. A no ser,
claro, que estén dispuestos a abrir sus libros de contabilidad, lo que no
parece nada probable. El segundo problema, que es en el que incide Witty, es el
hecho de que las empresas trasladan los gastos generados por sus proyectos
fallidos a los costes de sus productos exitosos, multiplicando el precio de
éstos. Esta práctica incentiva que la industria sea poco cuidadosa a la hora de
aventurarse en según qué investigaciones de dudosa viabilidad: si sale bien,
genial; si no, ya se lo cargaremos a otro.
El
tercer y peliagudo asunto es la tasa de coste
de capital del 11% que adoptan DiMasi y sus colegas. Dicha tasa es el
retorno que el inversor espera obtener por inmovilizar su capital durante los
10 años o más que puede tardar el desarrollo clínico del fármaco, y equivaldría
al interés que hubiera obtenido de haber colocado la misma cantidad de dinero
en determinados valores de mercado. Situado en el 11%, el coste de capital puede
suponer en algunos casos hasta casi la mitad de todos los costes de la I+D de
un fármaco: ¿es esto razonable?
Con
la información de la que disponemos resulta muy difícil determinar de modo
fehaciente el coste promedio real de la innovación farmacéutica pero lo que
parece claro es que el dogma de los 1.000 millones es cada vez menos
sostenible.
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