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martes, 13 de agosto de 2013

Asociar, demostrar, elegir

El hecho de que dos fenómenos se den en paralelo en el tiempo no demuestra que uno sea la causa del otro, ni siquiera que estén asociados entre sí. Tanto asociación como causalidad deben establecerse según mediciones estadísticamente rigurosas.

Tras la aprobación de los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM), Naciones Unidas ha ido publicando informes sobre su grado de cumplimiento crecientemente positivos, pese a las brechas pendientes. Una lectura espontánea inferiría que gracias a los ODM el mundo está hoy mejor que hace una década, algo con lo que no todo el mundo está de acuerdo.

Howard S. Friedman trabaja como estadístico en Naciones Unidas. Parece que el hombre ama de veras su profesión ya que se tomó dos meses sabáticos que dedicó a estudiar si la adopción de la Declaración del Milenio supuso o no una aceleración en los indicadores de progreso de los ODM, publicando los resultados como investigador independiente. Su conclusión es llamativa: el acuerdo de septiembre de 2000 no ha supuesto un aumento en el ritmo de cumplimiento de la mayoría de objetivos de desarrollo. En el caso del subgrupo de indicadores que sí han experimentado una aceleración, ésta casi siempre ya ocurría antes de que se formalizara el compromiso internacional.

Friedman insiste en que sus datos no excluyen necesariamente que gracias a los ODM las aceleraciones se hayan mantenido en el tiempo o que se hayan evitado desaceleraciones. Tampoco descartan que haya habido un efecto acelerador en regiones del mundo concretas, como por ejemplo África Subsahariana o países que reciben mucha AOD. Pero tomado como un todo, que es lo que él hizo, entiende que su impacto ha sido prácticamente nulo.

Las reacciones no se han hecho esperar, y personalidades como el ubicuo Jeffrey Sachs han cuestionado la validez de un análisis de datos no desagregados. La desagregación demostraría, según los críticos, que la ayuda sí ha servido allí dónde era más necesaria.

Esa es precisamente la cuestión que quieren dirimir Charles Kenny y sus colegas del Centro para el Desarrollo Global de los EE UU: si los países que recibieron más ayuda han mostrado mejores indicadores de los ODM. No parece el caso: las naciones que están más cerca de alcanzar los objetivos han recibido en general menos donaciones que las que están más lejos. Hay alguna excepción, como el subgrupo de países que han avanzado más rápido de lo esperado en la reducción de la mortalidad infantil, que sí recibieron más ayuda acumulada entre 2001 y 2010 que los que no, aunque, advierten, la diferencia no es estadísticamente significativa.

Kenny y sus colegas creen que disponemos de evidencias para afirmar que la ayuda focalizada ha servido para mejoras en áreas concretas, pero que tenemos que ser precavidos a la hora de hacer asunciones sobre qué es lo que marca la diferencia en su conjunto, si la cantidad de dinero invertida o una selección más inteligente de los objetivos.

viernes, 21 de junio de 2013

En África, más presupuesto público lleva a más salud

En 2001 los gobiernos africanos se comprometieron en Abuja a dedicar de forma progresiva el 15% de su presupuesto público a la salud. La realidad es que el grado de avance hacia ese objetivo ha sido desigual, ya que algunos países tienen los deberes muy adelantados (Malaui, Ruanda, Botsuana), mientras que otros están estancados o hasta van retrocediendo (Eritrea, Guinea, Guinea-Bissau, República de Congo, Costa de Marfil).

Pero, ¿hasta qué punto existe una correlación entre el compromiso del 15% consagrado en la Declaración de Abuja y el estado real de la salud de las poblaciones? En Occidente, por ejemplo, no siempre gastar más significa tener mejores indicadores sanitarios.

La organización ONE acaba de publicar su informe “The Data Report 2013” en el que analiza los avances de los países subsaharianos en relación con los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM) y los relaciona con el volumen y evolución de las partidas correspondientes en sus presupuestos nacionales.

El resultado que obtienen es que los países que más cerca están de llegar al objetivo del 15% de su presupuesto nacional dedicado a salud son los que mejores indicadores de progreso suelen tener de los ODM 4 (mortalidad infantil) y 5 (mortalidad materna).

Esta relación es independiente tanto del PIB per cápita en términos absolutos como de su ritmo de crecimiento, ya que encontramos cifras dispares entre los países que progresan en salud y los que no. Lo que nos lleva a la conclusión de que no sólo se trata de disponer de recursos, sino también de la decisión política de a qué dedicarlos: ¿les suena de algo?

miércoles, 3 de abril de 2013

Cobertura Universal vs. Esperanza de Vida

Tras la resolución de la Asamblea de Naciones Unidas de diciembre pasado respaldando la idea parecía que no había más discusión que saber cómo conseguirlo: la Cobertura Universal de Salud (CUS) sería la gran apuesta del sector para la agenda post-2015, la que, en teoría, debe sustituir a los actuales ODM. La cosa estaba cruda, porque muchos han defendido –y siguen defendiendo- que después del boom de la década del 2000 a la salud se le ha pasado el turno. Pero los reiterados llamamientos de la OMS a centrarse en una única meta para soslayar el divide-y-vencerás parecían haber dado fruto: todos a favor la CUS.

La Cobertura Universal de Salud es un sistema por el que un país proporciona a sus ciudadanos un paquete básico de servicios de salud sin que ello les ponga en riesgo de gastos catastróficos. Suena excelente, pero no está exento de polémica: dejando al margen lo problemático de definir quién puede acceder, a qué y quién lo paga, la principal crítica nace de la evidencia de que el acceso a servicios, aunque importante, no es el único factor para aumentar el estado de salud de los individuos. Determinantes sociales tan poderosos como la educación, el agua y el saneamiento, el estatus socio-económico y otros pueden, en ocasiones, tener igual o mayor influencia. En definitiva, la CUS no es un indicador de resultado sino un medio de intentar conseguir más salud, por lo que, según sus oponentes, no sirve como objetivo del milenio.  
Así las cosas, a la susodicha le ha salido una seria competidora: la esperanza de vida. Se trataría de fijar unas metas de ganancias en años de vida al nacer para los países menos desarrollados, sean en términos absolutos (alcanzar los 60 años en una década, por ejemplo) o relativos (aumentar un 10% anual durante la próxima década, otro ejemplo). Parece fácil, pero no lo es. La esperanza de vida media no mide su reparto entre grupos poblacionales desiguales, lo que podría llevar a la paradoja de que un país la mejorara al tiempo que incrementa la distancia entre los grupos que viven más y los que menos. Para solucionarlo podrían establecerse metas de aumento de años diferenciadas por poblaciones según su punto de partida. Eso tampoco está exento de dificultades técnicas, empezando por las enormes deficiencias de registro de individuos en la mayoría de países pobres: lo que no se cuenta, no existe.
En el trasfondo del debate subyace la cuestión de si preferimos poner nuestros esfuerzos en la equidad en el proceso (CUS) o en el resultado (esperanza de vida). Aunque como argumenta Amartya Sen, puede que ambos aspectos sean indisociables.

lunes, 18 de marzo de 2013

El bueno, el malo y el feo del desarrollo global


En economía decimos que un bien es público cuando su disfrute por parte de una persona no impide el de otras, o también cuando su consumo por parte de un sujeto beneficia a otros que no son consumidores. Se suele poner como ejemplo de bien público no excluyente, es un decir, la defensa nacional, y referirse a las vacunas como el típico bien que genera externalidades positivas.

En la última década, la salud global se ha poblado de bienes públicos: los programas de inmunización, la I+D, el control de enfermedades transmisibles, las regulaciones sanitarias o la protección del medio ambiente, se consideran todos ámbitos que requieren de la acción colectiva internacional si queremos que lleguen a buen puerto.

El problema es que los bienes públicos han tenido un encaje difícil en el modelo tradicional de la cooperación para el desarrollo, donde han sido acomodados como buenamente se ha podido. Esto es así porque dicho modelo se ha basado esencialmente en la transferencia de recursos de Norte a Sur: el rico da al pobre para que alivie sus enfermedades y pase menos hambre, en la esperanza de que algún día se encuentre algo mejor y pueda salir adelante por su cuenta.

El nuevo atlas de la distribución de recursos ha hecho que tal visión devenga obsoleta y ha realzado todavía más la relevancia de contar con un nuevo enfoque de la cooperación adecuado para atajar los retos planetarios, esos que algunos proponen denominar los “malos globales”. En dicho enfoque, se entiende, deberán tener más peso el intercambio de conocimiento y la corresponsabilidad financiera: si todos nos beneficiamos, todos debemos contribuir.

El feo del asunto es que ponernos de acuerdo sobre qué malos son los prioritarios para que los buenos los contrarresten va a resultar harto complicado. Ante la dificultad de manejar el goteo continuo de propuestas sobre cuáles deben ser las metas que sustituyan (o no) a los actuales ODM, el británico Overseas Development Institute ha puesto recientemente en marcha una práctica web que las compila y clasifica por áreas, objetivos, países y otros indicadores. Hasta la fecha han registrado nada menos que 179. Y todavía quedan tres años.

¡Nuevo objetivo: acabar con la extrema riqueza en 2025!


El primer objetivo de desarrollo del milenio (ODM) del grupo de ocho todavía vigente, al menos formalmente, es erradicar la pobreza extrema y el hambre. En concreto, la meta 1A persigue reducir a la mitad, entre 1990 y 2015, el año límite, la proporción de personas con ingresos inferiores a 1 dólar por día. A pesar de que la crisis financiera ha enlentecido el ritmo, según Naciones Unidas estamos en camino de alcanzar el objetivo de reducción de la pobreza.

Disminuir o incluso erradicar la pobreza extrema, sin embargo, no necesariamente garantizará la salud de las poblaciones dentro de los países: dependerá del grado de igualdad entre ellas. Existe abundante evidencia de que a igual PIB per cápita, los países más desiguales son más insanos. En ocasiones incluso países con un PIB menor pero más igualdad presentan mejores indicadores de salud que otros con mayor PIB y mucho más desiguales.

Es por eso que el informe presentado el pasado mes de enero por Oxfam Internacional en Londres es tan relevante. Según sus cálculos, los 240.000 millones de dólares que ganaron los 100 mil millonarios más ricos del planeta en un sólo año, 2012, podrían hacer pasar a la historia la extrema pobreza ¡varias veces!

Con únicamente una modesta fracción de su descomunal patrimonio, las 100 personas más pudientes del planeta podrían ayudar a hacer del mundo un lugar más justo, seguro y saludable. No sin ironía, la organización británica ha sugerido que tras la fecha límite de 2015, en la que oficialmente expiran los actuales, debe adoptarse un nuevo ODM: acabar con la extrema riqueza antes de 2015. Aunque no todo el mundo está de acuerdo en que eso sea la solución, como es habitual. Mientras tanto, me pregunto qué pensará Amancio Ortega de todo esto.