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jueves, 9 de enero de 2014

La I+D en salud se orientaliza

Dicen que el XXI será el siglo del Pacífico, como el XX lo fue del Atlántico. El centro del poder mundial, auguran, se desplaza hacia una región en la que coinciden viejas y nuevas potencias políticas y económicas, en ciertos casos también militares: EE UU, Rusia, China, India, Brasil, Japón, Corea del Sur, por enumerar las más evidentes. Algunos países temerosos de perder comba  se han apresurado a proclamar un giro en sus políticas para adaptarse a las nuevas realidades geoestratégicas mundiales. En esta cosmovisión, Europa y en parte EE UU, después de dominar la escena internacional durante más de dos centurias, jugarían en adelante un papel cada vez menor

Un par de investigaciones publicadas en los últimos dos meses sobre la distribución geográfica de la inversión de la I+D en salud no hacen más que confirmar la decadencia del tradicional liderazgo euro-estadounidense.

El informe G-Finder 2013, que salió a la luz en diciembre pasado, recoge los datos más recientes sobre los fondos asignados a la I+D sólo para enfermedades olvidadas comparándolos con la evolución de los años anteriores. Pese a que en su conjunto tales fondos crecieron en 2012 en un modesto 3,2%, las aportaciones de los países de altos ingresos exceptuando a EE UU descendieron un 12,4%. En total, desde el inicio de la crisis en 2009, dicho grupo, que agrupa sobre todo a donantes públicos europeos, ha recortado su contribución en casi un 20%, y no tiene visos de recuperarse a corto plazo.

Si el primer estudio ilustra la pérdida de generosidad y de visión política del viejo continente, el segundo deja constancia de una sustancial merma competencial y estratégica de los norteamericanos.

En él, publicado el 2 de enero de este año en “The New Englang Journal of Medicine”, un equipo de investigadores de EE UU y Singapur encabezado por Justin Chakman ha dado a conocer las tendencias globales de gasto mundial en I+D total en salud, que dejan en entredicho la capacidad de las naciones más ricas para mantener su posición de líderes globales en la I+D en salud.
 
 
En efecto, mientras que Australia, India, Corea del Sur y, sobre todo Japón y China incrementaron de manera visible su inversión en I+D en salud entre 2007 y 2012, Europa la mantuvo fluctuante y, cosa llamativa, Canadá y EE UU la redujeron de un modo significativo. Es más, el descenso de EE UU se produjo pese a que el sector público mantuvo su esfuerzo presupuestario, lo que no fue correspondido por el sector privado que redujo su inversión en 13.000 millones de dólares, todo lo cual nos hace preguntarnos si los principios del keynesianismo son aplicables a la investigación en salud.
 
La I+D en salud se orientaliza: busca mercados emergentes que le insuflen nueva vida.

miércoles, 2 de octubre de 2013

Gasto público en salud en la agenda post-2015: piénsenselo dos veces

Parece que la idea de que la Cobertura Universal de Salud (CUS) sea uno de los objetivos-paraguas de la agenda post-2015 gana cada día más adeptos, pese a sus limitaciones conceptuales y empíricas.

Ahora bien, una vez nos hemos puesto de acuerdo en qué queremos falta hacerlo en cuánto toca paga a cada quién. Un grupo de expertos establecido por Naciones Unidas acaba de difundir su propuesta, y a los países de altos ingresos nos tocaría dedicar un mínimo del 5% de nuestro PIB a gasto público en salud, además de aportar un 0,1% a la ayuda internacional en el mismo campo.

En España el gasto público en salud ha disminuido ostensiblemente en un corto espacio de tiempo pero todavía en 2011, último año para el que disponemos de datos, se situaba en el 6,8% del PIB, un porcentaje que supera en nada menos que 18.000 millones de euros ese mínimo que proponen nuestros expertos internacionales. Así que quienes creen que el sistema público español de salud contiene demasiada grasa y apuestan por descremarlo pueden ahora blandir los datos endosados por estos reputados defensores de la reducción de las inequidades por el expeditivo método de igualar hacia abajo. Eso sí: al mismo tiempo, y si nos atuviéramos a la literalidad del texto, como parte alícuota estaríamos obligados a aportar por lo menos 1.000 millones anuales a la cooperación internacional en salud, todo lo cual no se antoja fácil de explicar a nuestros sufridos conciudadanos.

No es el único elemento sorprendente de esta propuesta. Dado que la media de gasto público en salud de los países de la OCDE está en el 6%, fijar un mínimo del 5% tendría su lógica si la desviación típica fuese amplia. No es el caso: de los 34 miembros del club de los más ricos, sólo siete (Corea del Sur, México, Turquía, Chile, Estonia, Polonia e Israel; estos tres últimos por unas pocas décimas) están por debajo del mágico umbral del 5%. Es decir, que es apenas el 20% el número de países de altos ingresos que deberían esforzarse en incrementar su gasto público en salud.

La pregunta es: ¿qué sentido tiene establecer un objetivo de inversión pública mínima en salud a partir de 2015 que el 80% de quienes deberían cumplirlo ya lo hace ahora? Esperemos que los autores de la propuesta, todavía sujeta a discusión pública, recapaciten y marquen nuevas metas porcentuales. De lo contrario es previsible que cuente con pocas simpatías entre las sociedades contribuyentes a la solidaridad internacional.

[Esta entrada se ha publicado originalmente en Health is Global]

miércoles, 25 de septiembre de 2013

La legitimación de las ayudas internacionales en salud

En el campo de la cooperación al desarrollo se emplea el término “coherencia de políticas” para llamar la atención sobre la importancia de que lo que hace la mano izquierda de un Gobierno no lo sabotee la derecha. Un ejemplo clásico ha sido el hecho contradictorio de que el mismo donante que a través de su departamento de cooperación sufragaba generosamente proyectos de salud en regiones pobres, por medio de otro departamento contrataba para sus propios centros a personal sanitario formado y necesitado por esas mismas regiones, la conocida fuga de cerebros.
 
Pero existe otro tipo de coherencia política a la que apenas se presta atención pese a su creciente relevancia: aquella que dicta que lo que se defiende en la arena internacional sea lo mismo que lo que se establece y lleva a la práctica a escala nacional. Resulta chocante que cada vez más países estén de acuerdo con que el objetivo de salud de la agenda post-2015 sea la cobertura universal, y que incluso lo proclamen enfáticamente, al mismo tiempo que mantienen o ponen en marcha decisiones que excluyen o entorpecen el acceso a sus propios servicios sanitarios públicos a grupos poblaciones especialmente vulnerables dentro de su jurisdicción.
 
Esta incoherencia puede generar problemas de legitimidad social de las políticas de cooperación. Tomemos las discusiones sobre cómo vamos a financiar la cobertura universal de salud: los expertos están proponiendo cálculos basados en lo que podría denominarse una cuota justa expresada como el porcentaje del PIB que cada nación debiera dedicar al gasto público en esa área.
 
Recientemente, uno de esos multitudinarios grupos asesores de Naciones Unidas que tanto abundan ha difundido su propuesta: un mínimo de gasto del 3% del PIB para los países de bajos ingresos; el 3,5% para los de ingresos medio-bajos; el 4% para los de ingresos medio-altos; y el 5% para los de ingresos altos; a lo que se añadiría una cofinanciación internacional en forma de ayuda del 0,1% del PIB de esos mismos países ricos.
 
Suena razonable, ¿verdad? Pero si utilizamos a España como referencia no lo es tanto. Tras el acusado descenso del bienio 2010-2011, el país dedica en la actualidad el 6,8% de su PIB al gasto público en salud. A falta de recomendaciones individualizadas, y si nos atenemos a los umbrales promedio del grupo asesor, España todavía tendría margen para recortar hasta un 1,8% de su PIB (18.000 millones de euros), lo que sin duda imposibilitaría la viabilidad de su sistema, que ya se encuentra en situación precaria. En paralelo, además, el país debería asegurar unos 1.000 millones (el 0,1% de su PIB) anuales de cooperación en salud.
 
Tal escenario de recortes es hipotético y, esperemos, improbable. El problema es que su sola enunciación con la carga de autoridad que quien la hace puede alienar todavía más la legitimación social de los desembolsos económicos que requiere la cooperación en salud de los donantes, la manida coartada de los gobiernos. Los expertos deberían ser más cuidadosos.

viernes, 13 de septiembre de 2013

¿Ayudamos a los países o ayudamos a las personas?

En los últimos años, una buena parte de los países en vías de desarrollo están llevando a cabo un importante esfuerzo por aumentar la financiación con recursos propios de sus programas de salud: pandemias como el VIH o la tuberculosis merecen una creciente atención financiera por parte de los gobiernos locales. Pero, ¿es esto suficiente?

Amanda Glassman  y Yuna Sakuma del Centro de Desarrollo Global de los EE UU nos avisa de que los datos más recientes confirman una tendencia inalterada también de estos últimos años: que la carga de enfermedad se concentra cada vez más en los países de ingresos medios, y en especial en un populoso grupo de cinco conocido como los PINCI: Paquistán, India, Nigeria, China e Indonesia.

Una de las implicaciones de este fenómeno es que un creciente número de personas pobres se ven excluidas de las ayudas internacionales canalizadas a través de organismos multilaterales como el Fondo Mundial de Lucha contra el SIDA, la Tuberculosis y la Malaria o la Alianza GAVI de vacunación infantil. Esto ocurre porque los criterios de elegibilidad de dichos organismos se basan en la renta per cápita promedia del país candidato a recibir apoyo, no del número total de sus habitantes que puedan catalogarse como pobres.

Por tal razón, Glassman y Sakuma proponen que entidades como el Fondo Mundial o GAVI cambien sus políticas y tomen como punto de partida las necesidades de las personas y no, o no sólo, la de los países. Según su punto de vista un pobre debería ser merecedor de ayuda con independencia de si vive en un país que en su conjunto también lo sea o de que habite en otro cuyos ingresos medios sean más elevados.

El enfoque que proponen nuestras colegas estadounidenses plantea sin embargo varios desafíos en los planos de la responsabilidad, el impacto y la legitimidad: ¿cómo se articula la ayuda a países de ingresos medios y crecimiento económico constante de forma que sus gobiernos no se desentiendan de su cuota de responsabilidad para hacer frente a la pobreza de sus nacionales?; ¿cómo se asegura que la transferencia de recursos no ahonda más en la brecha de la desigualdad nacional?; y, no por último menos importante, ¿cómo convencemos a las atribuladas sociedades de los países donantes que es justo y conveniente utilizar sus impuestos para luchar contra la pobreza en territorios que parecen avanzar económicamente a mejor ritmo que ellas mismas?

Antes de optar por cambiar de criterio y ayudar a las poblaciones en vez de a los países, estos y otros interrogantes deberían quedar resueltos.

martes, 3 de septiembre de 2013

Financiación de la respuesta al VIH: tres estudios, tres reflexiones

En las últimas semanas se han publicado tres estudios sobre quién paga qué en la respuesta internacional a la pandemia del VIH. Cada uno de los trabajos plantea una pregunta sobre la que cabe detenerse.

El primero es del Centro para el Desarrollo Global de los EE UU, y lo firma un equipo encabezado por Victoria Fan. La investigación se centra en analizar los flujos financieros del Programa del Presidente para la Mitigación del SIDA (PEPFAR) en tres sentidos: qué tipo de mecanismos ha empleado el Gobierno estadounidense para efectuar los desembolsos, qué contratistas y receptores de ayudas han recibido qué cantidades y, lo que aquí más nos interesa, qué países han sido priorizados y qué tienen en común, si algo.  Fan y sus colegas llegan a la conclusión de que las principales características de los países más favorecidos por PEPFAR son dos: el número absoluto de habitantes con VIH mayores de 15 años y el haber sido designado o no por el Congreso de EE UU como país prioritario del programa. Este hecho conduce a resultados sorprendentes: Ghana, por ejemplo, tiene tantos casos de VIH como Vietnam en términos absolutos pero su prevalencia es mucho mayor, y sin embargo entre 2004 y 2011 el primero ha recibido sólo una quinta parte de lo asignado al último, lo que parece tener que ver con que éste es prioritario para el Congreso estadounidense, lo que no es el caso de aquél. ¿Es la salud o era la política?

El segundo estudio es de Carlos Ávila y sus colegas de ABT Associates,  ONUSIDA y RTI International, y trata de dilucidar cuál ha sido el peso del esfuerzo financiero local para hacer frente al VIH en los países de ingresos medios y bajos. Los analistas muestran que las contribuciones propias de estos países se triplicaron entre 2000 y 2010, hasta el punto de que en ese último año el esfuerzo local conjunto (7.600 millones de dólares) ya superaba el internacional (7.500 millones de dólares). Llamativamente, los dos factores predictores del aumento de los esfuerzos nacionales fueron el incremento del PIB y el de la prevalencia del VIH. ¿Llegaremos a un papel residual de la ayuda internacional en el abordaje de la pandemia?

El último trabajo lo firma Omar Galárraga en nombre de un equipo multinacional que ha contado con el apoyo económico de la Fundación Gates. Galárraga y sus colegas han calculado las cantidades que los países deberían aportar a sus pandemias de VIH en función de factores como la cantidad de personas que viven con VIH en su territorio, la renta per cápita, el tamaño relativo del sector salud y el servicio de la deuda externa por habitante. El resultado es sorprendente: 17 países con alta prevalencia de VIH contribuían menos de lo que se esperaba de ellos, aunque si lo hicieran en tal cantidad el total tras sumarle las donaciones internacionales se situaría por encima de sus necesidades. Contrariamente, 27 países contribuyen con sus propios dineros más de lo que se esperaría por sus características, aunque al añadir los recursos internacionales que reciben la cifra final está por debajo de lo que les hace falta. ¿Estamos castigando al cumplidor?

jueves, 8 de agosto de 2013

Suponer, asociar, demostrar

El primer pálpito que sentimos cuando los datos muestran una mejora de los indicadores de salud en países que han estado bajo el foco de la cooperación al desarrollo es: la ayuda internacional funciona. Es un impulso razonable, ya que una mayor disponibilidad de recursos puede, bien utilizada, incrementar la salud de las comunidades. De ahí la insistencia en que se mantengan o incluso multipliquen los flujos financieros hacia las naciones menos desarrolladas y en que se cumplan los compromisos asumidos por los gobiernos de naciones con altos ingresos.

Pero, ¿hasta qué punto es plausible atribuir una relación causal entre las donaciones del Norte y el crecimiento de la esperanza y la calidad de vida en el Sur? La salud responde a variables multifactoriales de las que el insumo de recursos monetarios internacionales hacia los programas sanitarios es sólo una parte. En ocasiones, la subida sostenida del PIB nacional o su distribución más igualitaria, por ejemplo, juega un papel más relevante.

Con el encomiable objetivo de determinar el impacto tangible de la ayuda internacional en la evolución epidemiológica de las tres grandes pandemias, un grupo multinacional liderado por Thyra E. de Jong ha llevado a cabo una revisión sistemática de la literatura científica publicada al respecto. El trabajo ha sido patrocinado por el Fondo Mundial de Lucha Contra el SIDA, la Tuberculosis y la Malaria.

El equipo de investigadores quería explícitamente determinar si existe una relación atributiva entre inversión por un lado y más salud por el otro, y no una mera asociación estadística entre ambos fenómenos. Es decir, no les bastaba con mostrar que los flujos de recursos han coincidido en el tiempo y el espacio con una mejora en los datos sobre las tres enfermedades, sino que era imprescindible conocer la cadena causal completa.

Sorprendentemente (o no), sus estrictos criterios de búsqueda sólo arrojaron 13 artículos correspondientes a 11 estudios llevados a cabo en África y Asia entre 2003 y 2011. Es más: de ésos, apenas dos documentaban todos los estadios de la cadena causal, desde la financiación y el despliegue de los programas hasta los resultados e impactos. Afortunadamente, en ambos análisis la relación causal era positiva.

De Jong y sus colegas insisten en que, probablemente, es verdad que más dinero fresco en forma de ayuda al desarrollo conlleva mejores indicadores de salud, pero no basta ni con suponerlo ni, desde luego, limitarse a establecer la asociación estadística entre ambos elementos: hay que demostrarlo. Y con rigor.  

lunes, 29 de julio de 2013

Los BRICS y la tuberculosis: fregar el suelo con el grifo abierto

Las cinco naciones agrupadas bajo el acrónimo BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) parecen estar tomándose un poco más en serio el grave problema que tienen con la tuberculosis, en especial la resistente a los tratamientos farmacológicos (TB-MDR, por sus siglas en inglés). Y no es para menos: si bien juntas congregan el 45% de todos los casos mundiales de esta pandemia, una cifra cercana al 43% de la población que representan, cuentan en total con el 60% de los 310.000 casos anuales de TB-MDR, lo que señala un serio déficit en sus políticas de prevención y tratamiento.

Frente a estos datos, los ministros de salud de los BRICS, reunidos a principios de año, reconocieron el desafío que tienen por delante y la necesidad de actuar. ¿La retórica de siempre? No, al menos en lo que se refiere al esfuerzo financiero.

Un estudio publicado en la flamante “The Lancet Global Health” por Katherine Floyd y sus colegas del Programa Mundial de Tuberculosis de la OMS muestra que la financiación de la tuberculosis ha crecido sustancialmente entre 2001 y 2011. Dicho aumento incluye también el de los recursos propios de los países más afectados. En concreto, en Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica la proporción de fondos de origen nacional sobre el total de gasto en tuberculosis alcanza ya como media el 95%, lo que supone una virtual autofinanciación. En otras palabras: los BRICS ya no requieren la ayuda de los grandes donantes para cubrir sus necesidades en TB.

¿Por qué entonces sus desproporcionados índices de tuberculosis multirresistente? Invertir dinero es imprescindible pero no suficiente. Por un lado, hacen falta acciones decididas para atajar el floreciente mercado de los medicamentos subóptimos y falsificados, una lacra que parece no tener fin. Por el otro, y esto se nos antoja aún más determinante, la tuberculosis y sus formas más difíciles de tratar tienen como caldo de cultivo el reparto desigual de la riqueza.

En efecto, estudios en Europa, EE UU y Latinoamérica señalan la estrecha relación que existe entre la desigualdad económica y la prevalencia de tuberculosis, incluso en contextos de aumento generalizado del PIB: lo mismo podría decirse de los pujantes BRICS.

La loable voluntad de dedicar más recursos a la lucha contra la tuberculosis, siempre muy bienvenidos, tendrá un efecto limitado si no viene acompañada de políticas comprehensivas dirigidas a la mitigación de sus causas sociales, empezando por la desigualdad socioeconómica. De lo contrario, seguiremos fregando el suelo con el grifo abierto. ¿Están los líderes por la labor?

viernes, 21 de junio de 2013

En África, más presupuesto público lleva a más salud

En 2001 los gobiernos africanos se comprometieron en Abuja a dedicar de forma progresiva el 15% de su presupuesto público a la salud. La realidad es que el grado de avance hacia ese objetivo ha sido desigual, ya que algunos países tienen los deberes muy adelantados (Malaui, Ruanda, Botsuana), mientras que otros están estancados o hasta van retrocediendo (Eritrea, Guinea, Guinea-Bissau, República de Congo, Costa de Marfil).

Pero, ¿hasta qué punto existe una correlación entre el compromiso del 15% consagrado en la Declaración de Abuja y el estado real de la salud de las poblaciones? En Occidente, por ejemplo, no siempre gastar más significa tener mejores indicadores sanitarios.

La organización ONE acaba de publicar su informe “The Data Report 2013” en el que analiza los avances de los países subsaharianos en relación con los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM) y los relaciona con el volumen y evolución de las partidas correspondientes en sus presupuestos nacionales.

El resultado que obtienen es que los países que más cerca están de llegar al objetivo del 15% de su presupuesto nacional dedicado a salud son los que mejores indicadores de progreso suelen tener de los ODM 4 (mortalidad infantil) y 5 (mortalidad materna).

Esta relación es independiente tanto del PIB per cápita en términos absolutos como de su ritmo de crecimiento, ya que encontramos cifras dispares entre los países que progresan en salud y los que no. Lo que nos lleva a la conclusión de que no sólo se trata de disponer de recursos, sino también de la decisión política de a qué dedicarlos: ¿les suena de algo?

miércoles, 5 de junio de 2013

¿Quién va a pagar la cuenta?

El pasado 21 de mayo, Jim Kim, presidente del Banco Mundial, se dirigió a los miembros de la Asamblea Mundial de la Salud reunidos en Ginebra con un discurso que, según algunos, hará historia por su firme defensa de la cobertura universal de salud.  

Entre las cosas que dijo el bueno de Kim destacaba su crítica a los gastos directos en salud: “La cuestión de los pagos en el acceso a los servicios es clave. Cualquiera que haya provisto atención sanitaria a los pobres sabe que incluso pagos nimios pueden reducir drásticamente el uso de los servicios que necesitan”. A lo que añadió: “Esto es tanto injusto como innecesario. Los países pueden reemplazar las pagos de acceso a los servicios por un abanico de modelos que financiación sostenible que no supongan un riesgo de que los pobres acaben en una atadura potencialmente mortal”.

¿Pueden realmente? Varios gobiernos africanos han adoptado medidas para eliminar las cuotas de acceso a servicios de salud, en la mayoría de casos para los grupos más vulnerables. Los datos muestran que la eliminación o exención de pagos tiene el efecto esperado del aumento de uso de los servicios, pero también otros menos agradables como la sobrecarga laboral, la caída en la calidad asistencial, la escasez y ruptura del suministro de medicación y otros productos y la discriminación por la asimetría en la información referente a las condiciones y mecanismos de exención o reembolso de gastos.

La eliminación de cuotas también puede influir sobre las conductas de los usuarios. En Burkina Faso, según explica Robert Soeters, la exención de pagos establecida en 2008 para niños menores de cinco años y mujeres embarazadas ha creado tal presión asistencial que los escasos trabajadores ya no tienen tiempo para realizar actividades de planificación familiar, lo que redunda a su vez en un aumento del número de hijos por unidad familiar (la tasa de fertilidad del país es de 6,1, la más alta de África).

En países de bajos ingresos, los pagos que se exigen para disfrutar de servicios de salud tienen dos efectos: discriminan el acceso según capacidad adquisitiva y son una parte, en ocasiones significativa, de la financiación del servicio. Su eliminación aumenta la demanda al tiempo que reduce los recursos para afrontarla, lo que exige disponer de suficientes fondos alternativos, idealmente a través de los presupuestos públicos.

El problema es que muchas economías son todavía tan frágiles que no tienen margen para aumentar su espacio fiscal: en el mejor de los casos, deberían tasar las rentas formales con tipos de hasta ¡el 100%! Si esto no es factible, entonces, ¿quién va a pagar la cuenta?

viernes, 17 de mayo de 2013

La austeridad mata lentamente

David Stuckler y Sanjay Basu, dos profesores universitarios estadounidenses, acaban de publicar un libro que dará que hablar: “The Body Economic”. El flamante escrito lleva además por subtítulo la inequívoca frase “Por qué la austeridad mata”, una frase rotunda donde las haya.

Para quienes todavía esperamos que el correo nos entrega el texto completo, los autores resumen y adelantan sus tesis tanto en un artículo en, nada menos, The New York Times como en una ilustrada entrada en el blog EpiAnalysis.

A falta de una lectura detallada, sorprende que en sus sinopsis empleen repetidamente dos ejemplos, uno referido a Grecia y otro a España, más que cuestionables.

En el país heleno a principios de 2011 se detectó un aumento del número de casos de VIH superior al 50% concentrado en usuarios de drogas inyectables (UDI), un grupo que había sido minoritario en el perfil epidemiológico de la enfermedad. Stuckler y Basu asocian dicho incremento con las medidas económicas adoptadas por el Gobierno local y que han supuesto una reducción sin precedentes del presupuesto sanitario, incluyendo los programas de intercambio de jeringuillas. Sin embargo, una lectura más atenta de los datos sugiere que el rápido crecimiento de los nuevos casos de VIH en Grecia puede tener su origen en el desplazamiento de migrantes UDI desde países vecinos como Bulgaria. Aunque esta interpretación ha recibido críticas, resulta plausible dadas las características de transmisibilidad del virus. Cierto es que sin medidas tan restrictivas nuestros convecinos del otro lado del Mediterráneo tal vez hubieran estado en mejores condiciones de hacer frente a este repentino crecimiento de la población en riesgo, pero de ello no se puede deducir que la austeridad per se conduzca al aumento del VIH a corto plazo: es necesario que se den otros factores coadyuvantes.

Pero lo que resulta a todas luces incomprensible es que los dos académicos insistan en utilizar el incremento de la tasa de suicidios en España como argumento irrefutable de que la austeridad mata, por la sencilla razón de que dicha tasa no sólo no ha subido sino que ha estado descendiendo en los últimos años, tal como recoge el Instituto Nacional de Estadística:
 

Como explican Galindo y Llaneras, claro que existe relación entre crisis económica y tasas de suicidio, pero ésta no es lineal y puede quedar contrarrestada por otras variables, como la robustez de la red de seguridad familiar, que en España parece bastante sólida.

Sabemos que la austeridad ha disparado la desigualdad socioeconómica y que ésta se asocia a una mayor mortalidad, por lo que nos atrevemos a augurar que las políticas de austeridad sí tendrán efectos deletéreos para nuestra salud, pero serán a más largo plazo. Y peores.

martes, 7 de mayo de 2013

La importancia de ser noruego

[Esta entrada se ha publicado originalmente en el blog 3.500 millones]

Noruega es uno de los países menos desiguales del mundo y también de los más sanos: sus tasas de mortalidad infantil y materna, por ejemplo, están entre las más bajas del planeta. Que la igualdad económica y la buena salud vayan de la mano no es una casualidad: está ampliamente demostrado que la primera es un potente determinante de la segunda. Y eso vale para Noruega como para prácticamente cualquier otro lugar.

Nuestros vecinos nórdicos son también una de las naciones más generosas: este año dedicarán 5.300 millones dólares a cooperación al desarrollo: el 1% de su PIB, ahí es nada. Mientras, en España, el año pasado no superamos el 0,15% de nuestro propio PIB, lo que casi no llega a 2.000 millones de dólares. Está por ver cómo acabará 2013, pero no pinta bien. 

De acuerdo, el dinero no lo es todo. También están las prioridades políticas, es decir, a qué se va a dedicar el montante, sea mucho o poco. Noruega lo tiene claro: su prioridad es abordar las crecientes disparidades ya no tanto (o sólo) entre países ricos y pobres, como sobre todo entre los ricos y los pobres dentro de cada país. Y se lo toma tan en serio que un eje fundamental de su acción en desarrollo será ayudar y pedir a los receptores de su abundante ayuda que aumenten sus propios esfuerzos por recaudar impuestos y distribuir mejor sus riquezas entre su población. Si nosotros hemos conseguido que toda la sociedad se beneficie de los ingresos derivados de nuestros recursos energéticos, vosotros también podéis repartir mejor lo que vais generando, vienen a decir.

En España, el IV Plan Director de la Cooperación Española aprobado a finales de 2012 apuesta, al menos sobre el papel, por la lucha con la desigualdad: le dedica un apartado y el término salpica reiteradamente el texto. Desde entonces, para nuestro pesar, las palabras igualdad y desigualdad han ido paulatinamente desapareciendo del discurso oficial, hasta el punto que el Secretario General de Cooperación Gonzalo Robles no las menciona ni una sola vez en su última comparecencia ante el Congreso, el 17 de abril.

¿A qué se debe este giro? Les ofrezco dos opciones: o bien el Gobierno nunca creyó de verdad en hacer del combate de la desigualdad una prioridad de la ayuda al desarrollo, o bien los responsables de las políticas de cooperación han llegado a la conclusión de que no podemos pregonar fuera lo que no cumplimos dentro. Ustedes eligen.

Noruega disfruta, es un decir, de un promedio de 4,5 horas de luz solar diaria, lluvia 13 días al mes, y una temperatura anual media de 6,2ºC. En la distancia, no puedo dejar de fantasear con la idea de que por una vez no estaría nada mal intercambiar un poco de nuestro calor por algo de su coherencia.

 

miércoles, 1 de mayo de 2013

¿Cuánto cuesta realmente desarrollar un fármaco?

[Esta entrada apareció originalmente en el diario El País]

Hace poco, Andrew Witty, consejero delegado de la multinacional británica GlaxoSmithKline, se sinceró ante sus colegas que asistían a una conferencia en Londres: los aproximadamente 1.000 millones de euros que según la patronal del sector cuesta poner en el mercado un fármaco nuevo “es uno de los grandes mitos de la industria farmacéutica”.

La polémica arrecia en el momento en que 120 prestigiosos oncólogos de todo el mundo, nada sospechosos de radicalismo, alertan de que el precio de las nuevas terapias contra el cáncer está llegando a niveles insostenibles, a lo que los laboratorios insisten en que desarrollar productos innovadores es muy costoso, blandiendo de nuevo los mismos números redondos: 1.000 millones.

Pero, ¿de dónde sale esta cifra? Su origen está en un estudio publicado en 2003 por Joe DiMasi y sus colegas de la Universidad Tufts de EE UU. En él, utilizando datos proporcionados por las propias compañías, los autores llegan a la conclusión de que la I+D de un nuevo medicamento alcanzaba en torno a los 800 millones de dólares. Actualizaciones posteriores de los mismos académicos calculan que el montante actual se situaría por encima de los 1.200 millones de dólares, que se convertirían grosso modo en esos míticos 1.000 millones de euros de los que habla Witty.

Los cálculos de DiMasi y sus amigos presentan varios problemas. El primero que salta a la vista es el conflicto de intereses de las fuentes: no existe manera de corroborar de forma independiente que los costes alegados por los laboratorios son los que aseveran. A no ser, claro, que estén dispuestos a abrir sus libros de contabilidad, lo que no parece nada probable. El segundo problema, que es en el que incide Witty, es el hecho de que las empresas trasladan los gastos generados por sus proyectos fallidos a los costes de sus productos exitosos, multiplicando el precio de éstos. Esta práctica incentiva que la industria sea poco cuidadosa a la hora de aventurarse en según qué investigaciones de dudosa viabilidad: si sale bien, genial; si no, ya se lo cargaremos a otro.

El tercer y peliagudo asunto es la tasa de coste de capital del 11% que adoptan DiMasi y sus colegas. Dicha tasa es el retorno que el inversor espera obtener por inmovilizar su capital durante los 10 años o más que puede tardar el desarrollo clínico del fármaco, y equivaldría al interés que hubiera obtenido de haber colocado la misma cantidad de dinero en determinados valores de mercado. Situado en el 11%, el coste de capital puede suponer en algunos casos hasta casi la mitad de todos los costes de la I+D de un fármaco: ¿es esto razonable?

Con la información de la que disponemos resulta muy difícil determinar de modo fehaciente el coste promedio real de la innovación farmacéutica pero lo que parece claro es que el dogma de los 1.000 millones es cada vez menos sostenible.

lunes, 15 de abril de 2013

La domesticación del gasto en salud

La última edición del informe “Financing Global Health” correspondiente a 2012, hecha pública hace unas semanas, se presentó con el provocativo subtítulo  “¿El final de la edad dorada?” El interrogante venía a cuento por la constatación empírica de que la inversión en salud global de los donantes se ha estancado después de una década prodigiosa de aumento anual constante y sin parangón.

El informe del Instituto de la Medición y Evaluación en Salud (IHME) incluye sin embargo otro dato también llamativo: en paralelo a este parón en la transferencia de recursos entre naciones, que no sabemos si es un efecto temporal asociado a la crisis o una tendencia más profunda que ha llegado para quedarse, el gasto gubernamental en salud de los países en desarrollo que tiene su origen en los recursos propios no ha truncado su marcha ascendente, y entre 2009 y 2010 se ha incrementado en un 6%. Dicho aumento está liderado por los países de Asia Oriental, especialmente China (que paradójicamente ha seguido recibiendo dinero de iniciativas como el Fondo Mundial de Lucha contra el SIDA, la tuberculosis y la malaria), y alcanzó, para todas las regiones, la impresionante cifra de 521 mil millones de dólares.

¿Significa esto el fin de la ayuda internacional en salud (IAS) en un futuro no muy lejano? Depende. Por un lado, sabemos que la AIS tiene un claro efecto sustitutorio: cuando aumenta la AIS, disminuye la proporción de gasto en salud que tiene como fuente los propios recursos del país; y al contrario, cuando disminuye la AIS, sube el esfuerzo doméstico.

Por el otro, como señala el informe del IHME, no hay una correspondencia exacta entre presentar mayor carga de enfermedad y ser receptor de mayor parte de AIS: de los 20 países que soportan la cifra más alta de años de vida ajustados por discapacidad, sólo 12 están entre los que más AIS obtienen. Ahora bien, y aquí viene el matiz, de los 8 restantes, siete son países de ingresos medios, siguiendo la clasificación del Banco Mundial.

El número de países africanos en transición hacia la categoría de ingresos medios no para de crecer, y sin embargo, no todos los que mejoran su economía se encuentran en camino de alcanzar el 15% de su presupuesto para salud, como se comprometieron. Por eso hay quien pregona que la ayuda se ha dar primordialmente al más pobre, no necesariamente al más enfermo si ya es capaz de empezar a espabilarse por su cuenta y domesticar de manera paulatina y sostenida su gasto en salud.

lunes, 8 de abril de 2013

A cargo del Estado ¿Global?

En su obra ya clásica “A cargo del Estado” el sociólogo holandés Abram de Swaan hace un recorrido histórico para tratar de demostrar la tesis de que el surgimiento del Estado del Bienestar moderno es el resultado de un conflicto entre pobres y ricos al que estos últimos intentan dar solución a través de la acción colectiva, primero en forma de instituciones caritativas y después, dadas las deficiencias de la voluntariedad para repartir la carga equitativamente entre las élites, a través de organizaciones de carácter público financiadas con tributos obligatorios.

En ese marco de pensamiento, el llamado modelo europeo de sistema de salud, en sus muy variadas modalidades, basado en la mancomunación de los costes entre sanos y enfermos y pudientes y desfavorecidos, surgiría parejo al emerger del capitalismo y la necesidad de mitigar sus efectos indeseados utilizando el papel corrector del Estado.

Expertos como Gorik Ooms y sus colegas interpretan que la explosión de las iniciativas de salud global que hemos experimentado en los últimos diez años no es más que un reflejo, a escala planetaria, del mismo proceso. Al fin y al cabo, arguyen, organizaciones como el Fondo Mundial de Lucha contra el SIDA, la tuberculosis o la malaria o la Alianza GAVI de vacunación infantil no dejan de ser más que instituciones caritativas a lo grande: ayudan a poblaciones muy vulnerables y desposeídas en países poco desarrollados con aportaciones voluntarias del Norte opulento, que se enzarza periódicamente en discusiones inacabables sobre quién debe pagar, cuánto debe contribuir y a dónde deben ir los recursos.
La Iniciativa Conjunta sobre Acción y Aprendizaje pretende superar esta fase, e inspirándose en el proceso histórico vivido por Occidente, forjar un movimiento de acción colectiva global que conduzca a un tratado internacional sobre responsabilidades nacionales e internacionales en salud.

La propuesta se antoja muy sugerente, pero se enfrenta a una paradoja temporal. Siguiendo la lógica descrita por de Swaan, un tratado internacional en salud como el descrito debería nacer de la necesidad de hacer frente a la desigualdades globales en la distribución de la riqueza y de la salud por medio de la acción colectiva internacional. El caso es que si bien dichas desigualdades siguen siendo evidentes, las diferencias entre países ricos y pobres están menguando al tiempo que crecen las inequidades dentro de cada uno de esos países, resituando el campo de batalla en el marco del conflicto nacional interno.  Las tendencias macroeconómicas, de seguir así, debilitarían las condiciones históricas para la emergencia de una acción colectiva global y volverían a poner el foco progresivamente en la responsabilidad de los Estados nacionales, a cuyo cargo estaría la salud de sus ciudadanos.  

miércoles, 3 de abril de 2013

Cobertura Universal vs. Esperanza de Vida

Tras la resolución de la Asamblea de Naciones Unidas de diciembre pasado respaldando la idea parecía que no había más discusión que saber cómo conseguirlo: la Cobertura Universal de Salud (CUS) sería la gran apuesta del sector para la agenda post-2015, la que, en teoría, debe sustituir a los actuales ODM. La cosa estaba cruda, porque muchos han defendido –y siguen defendiendo- que después del boom de la década del 2000 a la salud se le ha pasado el turno. Pero los reiterados llamamientos de la OMS a centrarse en una única meta para soslayar el divide-y-vencerás parecían haber dado fruto: todos a favor la CUS.

La Cobertura Universal de Salud es un sistema por el que un país proporciona a sus ciudadanos un paquete básico de servicios de salud sin que ello les ponga en riesgo de gastos catastróficos. Suena excelente, pero no está exento de polémica: dejando al margen lo problemático de definir quién puede acceder, a qué y quién lo paga, la principal crítica nace de la evidencia de que el acceso a servicios, aunque importante, no es el único factor para aumentar el estado de salud de los individuos. Determinantes sociales tan poderosos como la educación, el agua y el saneamiento, el estatus socio-económico y otros pueden, en ocasiones, tener igual o mayor influencia. En definitiva, la CUS no es un indicador de resultado sino un medio de intentar conseguir más salud, por lo que, según sus oponentes, no sirve como objetivo del milenio.  
Así las cosas, a la susodicha le ha salido una seria competidora: la esperanza de vida. Se trataría de fijar unas metas de ganancias en años de vida al nacer para los países menos desarrollados, sean en términos absolutos (alcanzar los 60 años en una década, por ejemplo) o relativos (aumentar un 10% anual durante la próxima década, otro ejemplo). Parece fácil, pero no lo es. La esperanza de vida media no mide su reparto entre grupos poblacionales desiguales, lo que podría llevar a la paradoja de que un país la mejorara al tiempo que incrementa la distancia entre los grupos que viven más y los que menos. Para solucionarlo podrían establecerse metas de aumento de años diferenciadas por poblaciones según su punto de partida. Eso tampoco está exento de dificultades técnicas, empezando por las enormes deficiencias de registro de individuos en la mayoría de países pobres: lo que no se cuenta, no existe.
En el trasfondo del debate subyace la cuestión de si preferimos poner nuestros esfuerzos en la equidad en el proceso (CUS) o en el resultado (esperanza de vida). Aunque como argumenta Amartya Sen, puede que ambos aspectos sean indisociables.

lunes, 25 de marzo de 2013

¿Dónde está el dinero para la salud, señor Ministro?

Hace un año experimenté una epifanía. Tuve el privilegio de asistir en Accra, Ghana, a un encuentro de grupos sociales de base africanos que trabajan por el aumento de la cobertura de los programas de inmunización infantil en sus países. Acostumbrado al método tradicional, esto es, a que las peticiones de más recursos estuvieran dirigidas casi exclusivamente a los donantes internacionales, fue francamente refrescante observar cómo esos jóvenes profesionales y activistas preguntaban a sus propios gobiernos si no a salud, ¿a dónde iba a parar el dinero de los crecientes ingresos tributarios nacionales?

El asunto viene de lejos. Hace más de una década, en 2001, los miembros de la Unión Africana se reunieron en Abuja, Nigeria, y adquirieron el compromiso solemne, como suelen ser estos compromisos, de incrementar hasta el 15% la proporción del presupuesto en salud cubierta por la financiación gubernamental. El progreso ha sido más bien desigual, y en algunos casos parece que las decisiones han ido en la dirección justamente contraria.
Conscientes de que no habían hecho los deberes y de que allí donde iban se les sacaban los colores, en julio del año pasado los Ministros de Finanzas y de Salud africanos se reunieron en Túnez y firmaron, cómo no, una nueva declaración, en dicha ocasión bajo el pomposo aunque prometedor título “Optimización de Recursos, Sostenibilidad y Rendición de Cuentas”. Sus excelencias fueron más cautelosos esta vez y si bien volvieron a comprometerse a aumentar el volumen de recursos domésticos dedicados a la salud, se abstuvieron, para curarse en la misma, de fijar una cifra.

¿Un resignado paso atrás? No todo el mundo parece dispuesto a conformarse. El pasado mes de febrero, representantes de organizaciones comunitarias africanas se encontraron con los de varias grandes iniciativas globales en salud en Ginebra, Suiza, con el objeto de abordar la cuestión de la movilización de recursos propios de los países para afrontar los desafíos pendientes. Estos grupos han decidido crear una plataforma común para primero, obtener datos más claros sobre cuáles son las necesidades y qué está pasando con el dinero y segundo, explorar de qué manera se puede reforzar el papel de la sociedad civil local como actor clave en la rendición de cuentas gubernamental respecto la financiación de la salud.
El emerger de la sociedad civil de África no ha hecho más que empezar: esperemos que este sí sea un camino de no retorno.

viernes, 22 de marzo de 2013

El misterioso efecto sustitutorio

Una de las críticas habituales al sistema de cooperación al desarrollo tradicional, el basado en la transferencia de recursos de países ricos a países pobres, es que crea dependencia: en términos económicos, que quien recibe no tiene incentivos para esforzarse por mejorar, porque si lo hace dejará de ser elegible para ser destino de ayuda. A veces los datos parecen dar la razón a esta versión globalizada del riesgo moral, pero si miramos con cuidado las cosas puede que no estén tan claras.

Un buen ejemplo de ello se da en el sector salud. El muy respetado Instituto de la Medición y Evaluación en Salud (IHME) de Seattle, EE UU, una de esas criaturas nacidas al calor de la Fundación Gates, ha analizado repetidamente qué efecto tienen las donaciones internacionales en salud sobre las aportaciones que hace el gobierno local al presupuesto público a partir de sus propios ingresos.

Los datos más recientes que le han echado un ojo al tema no dejan lugar a dudas: en los países de África Subsahariana que más ayuda en salud reciben, el dinero del donante canalizado a través del sistema público inhibe el esfuerzo local. En concreto, por cada dólar de ayuda internacional recibida, este grupo de países concentrados en el Este y el Sur de África retiran un promedio de 56 centavos de los fondos propios aportados al presupuesto nacional de salud.

¿Nos están tomando el pelo? Depende. Ante todo conviene señalar que el efecto sustitutorio no es completo, ya que el resultado de la ayuda es un aumento presupuestario neto de 44 centavos por dólar recibido. Pero lo más importante, como bien señalan los propios autores del estudio, es saber a dónde van los 56 centavos detraídos. Si en su integridad o en buena parte se dedican, adicionalmente, a otros sectores básicos como agua y saneamiento o educación, que son determinantes sociales de la salud, el gobierno estaría en la senda correcta: ampliar la cobertura y el acceso al sistema de salud es necesario pero no suficiente para mejorar los indicadores de esperanza y calidad de vida. Pero si los recursos se desplazan a áreas que poco o nada tienen que ver con mejorar las condiciones de vida de los habitantes del país o se cuela por los agujeros de la corrupción, sería muy de lamentar.
Es necesaria más investigación que permita atestiguar el uso que se hace de los presupuestos desviados desde el sector salud en los grandes países receptores. Esperamos verla publicada pronto.

miércoles, 20 de marzo de 2013

Los ricos también enferman

Con pocos días de diferencia se han publicado dos informes de salud, uno europeo y otro estadounidense. El del viejo continente ha sido elaborado por la oficina europea de la OMS, cuyo alcance geográfico, conviene recordar, va mucho más allá de ese artefacto conocido como UE. El “European Health Report 2012” nos relata tendencias que no por conocidas vamos a dejar de recordar: que vivimos cada vez más, que esa ganancia en años es francamente desigual por género (los hombres, peor), grupo poblacional o país, que nos morimos sobre todo de enfermedades no transmisibles, y que sin embargo seguimos, sobre todo en el Este, con pandemias rampantes de VIH/SIDA y muy destacadamente de tuberculosis. Hasta aquí, lo esperable.

El informe estadounidense es harina de otro costal. El “US Health in International Perspective: Shorther Lives, Poorer Health” se pregunta cómo es posible que el país del mundo que más gasta en salud por persona al año presente una menor esperanza de vida y una mayor tasa de enfermedad y lesiones que cualquier otra nación de altos ingresos; es decir, que tiene más muertes prematuras y peor salud que la propia UE, pero también que Japón, Canadá o Australia. Estas diferencias se pueden detectar en todos los grupos de edad: desde la proporción de niños que no alcanzan los cinco años de edad, pasando por los jóvenes y adolescentes, hasta llegar a los mayores de 50 años, todos los estadounidenses viven menos o peor de salud que sus pares en otros países de similares ingresos. La mayor probabilidad no sólo se observa en las enfermedades más comunes, sino también en las lesiones por accidentes de tráfico o (esto ya es más previsible) por armas de fuego.
La respuesta rápida de la mala salud del tío Sam sería culpar a la persistencia de amplias bolsas de pobreza y de enraizadas desigualdades raciales. Pero como bien explica Steve Woolf, Presidente del Comité que redactó el informe, incluso entre personas de mayor poder adquisitivo, las de raza blanca, y, aquí viene lo mejor, con estilos de vida saludables (no fuman, no beben, hacen ejercicio), los indicadores son significativamente peores que entre sus contrapartes del resto del mundo.

Igual que ocurre con la felicidad, el dinero no siempre hace la salud.