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martes, 3 de septiembre de 2013

Financiación de la respuesta al VIH: tres estudios, tres reflexiones

En las últimas semanas se han publicado tres estudios sobre quién paga qué en la respuesta internacional a la pandemia del VIH. Cada uno de los trabajos plantea una pregunta sobre la que cabe detenerse.

El primero es del Centro para el Desarrollo Global de los EE UU, y lo firma un equipo encabezado por Victoria Fan. La investigación se centra en analizar los flujos financieros del Programa del Presidente para la Mitigación del SIDA (PEPFAR) en tres sentidos: qué tipo de mecanismos ha empleado el Gobierno estadounidense para efectuar los desembolsos, qué contratistas y receptores de ayudas han recibido qué cantidades y, lo que aquí más nos interesa, qué países han sido priorizados y qué tienen en común, si algo.  Fan y sus colegas llegan a la conclusión de que las principales características de los países más favorecidos por PEPFAR son dos: el número absoluto de habitantes con VIH mayores de 15 años y el haber sido designado o no por el Congreso de EE UU como país prioritario del programa. Este hecho conduce a resultados sorprendentes: Ghana, por ejemplo, tiene tantos casos de VIH como Vietnam en términos absolutos pero su prevalencia es mucho mayor, y sin embargo entre 2004 y 2011 el primero ha recibido sólo una quinta parte de lo asignado al último, lo que parece tener que ver con que éste es prioritario para el Congreso estadounidense, lo que no es el caso de aquél. ¿Es la salud o era la política?

El segundo estudio es de Carlos Ávila y sus colegas de ABT Associates,  ONUSIDA y RTI International, y trata de dilucidar cuál ha sido el peso del esfuerzo financiero local para hacer frente al VIH en los países de ingresos medios y bajos. Los analistas muestran que las contribuciones propias de estos países se triplicaron entre 2000 y 2010, hasta el punto de que en ese último año el esfuerzo local conjunto (7.600 millones de dólares) ya superaba el internacional (7.500 millones de dólares). Llamativamente, los dos factores predictores del aumento de los esfuerzos nacionales fueron el incremento del PIB y el de la prevalencia del VIH. ¿Llegaremos a un papel residual de la ayuda internacional en el abordaje de la pandemia?

El último trabajo lo firma Omar Galárraga en nombre de un equipo multinacional que ha contado con el apoyo económico de la Fundación Gates. Galárraga y sus colegas han calculado las cantidades que los países deberían aportar a sus pandemias de VIH en función de factores como la cantidad de personas que viven con VIH en su territorio, la renta per cápita, el tamaño relativo del sector salud y el servicio de la deuda externa por habitante. El resultado es sorprendente: 17 países con alta prevalencia de VIH contribuían menos de lo que se esperaba de ellos, aunque si lo hicieran en tal cantidad el total tras sumarle las donaciones internacionales se situaría por encima de sus necesidades. Contrariamente, 27 países contribuyen con sus propios dineros más de lo que se esperaría por sus características, aunque al añadir los recursos internacionales que reciben la cifra final está por debajo de lo que les hace falta. ¿Estamos castigando al cumplidor?

miércoles, 3 de julio de 2013

Menos mosquiteras y más desarrollo

La malaria es una enfermedad infecciosa que necesita de un vector, la hembra del mosquito anófeles, para transmitirse. Tanto el insecto como el humano, la mayoría de veces un niño, deben compartir el mismo hábitat y en unas condiciones determinadas. De hecho, la progresiva urbanización de cada vez más amplias zonas del mundo parece llevar aparejado una disminución de casos, al menos en ciertas áreas consideradas endémicas hasta hace poco: si el entorno natural de la mosquita se transforma, ésta desaparece y ya no puede ejercer su función de transmisora de la enfermedad.

Pero, ¿hasta qué punto existe una relación directa entre desarrollo socio-económico y riesgo de exposición a la malaria? Al fin y al cabo, la urbanización es un signo de cambio en el modelo económico y social, y aunque suele ir aparejada con el incremento del PIB nacional, también lo está con el aumento de la desigualdad interna de los indicadores de salud.

Lucy Tusting de la London School of Hygiene and Tropical Medicine (LSHTM) y su colegas británicos y sudaneses han rastreado los estudios disponibles sobre el particular con el fin de averiguar si el progreso socio-económico es una herramienta útil de control de la malaria. Más en concreto, quisieron determinar si el riesgo de malaria de niños entre los 0 y los 15 años de edad se relacionaba con su estatus socio-económico. De los casi 4.700 estudios revisados, 20 cumplieron con los criterios de inclusión para el análisis cualitativo aunque sólo 15 disponían de los datos necesarios para ser tenidos en cuenta en el meta-análisis. Los resultados de la investigación, que ha contado con el apoyo económico de la cooperación británica, se han publicado hace un par de semanas en The Lancet.

Los autores encontraron que el cociente de probabilidad de infección por malaria era aproximadamente el doble entre los niños más pobres respecto a los menos pobres, un fenómeno que se repetía en todos los subgrupos.

La pregunta es entonces si para controlar la malaria es preferible centrar los esfuerzos en que los pequeños y sus familias mejoren sus condiciones de vida (o por lo menos que la urbanicen) antes que dedicarse a adquirir y distribuir de forma periódica grandes cantidades de mosquiteras y a medicar a los afectados, como parecen sugerir los investigadores al argüir la creciente emergencia de resistencias del patógeno frente al tratamiento y los insecticidas que impregnan las redes de protección. ¿Es una estrategia más inteligente?

viernes, 21 de junio de 2013

En África, más presupuesto público lleva a más salud

En 2001 los gobiernos africanos se comprometieron en Abuja a dedicar de forma progresiva el 15% de su presupuesto público a la salud. La realidad es que el grado de avance hacia ese objetivo ha sido desigual, ya que algunos países tienen los deberes muy adelantados (Malaui, Ruanda, Botsuana), mientras que otros están estancados o hasta van retrocediendo (Eritrea, Guinea, Guinea-Bissau, República de Congo, Costa de Marfil).

Pero, ¿hasta qué punto existe una correlación entre el compromiso del 15% consagrado en la Declaración de Abuja y el estado real de la salud de las poblaciones? En Occidente, por ejemplo, no siempre gastar más significa tener mejores indicadores sanitarios.

La organización ONE acaba de publicar su informe “The Data Report 2013” en el que analiza los avances de los países subsaharianos en relación con los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM) y los relaciona con el volumen y evolución de las partidas correspondientes en sus presupuestos nacionales.

El resultado que obtienen es que los países que más cerca están de llegar al objetivo del 15% de su presupuesto nacional dedicado a salud son los que mejores indicadores de progreso suelen tener de los ODM 4 (mortalidad infantil) y 5 (mortalidad materna).

Esta relación es independiente tanto del PIB per cápita en términos absolutos como de su ritmo de crecimiento, ya que encontramos cifras dispares entre los países que progresan en salud y los que no. Lo que nos lleva a la conclusión de que no sólo se trata de disponer de recursos, sino también de la decisión política de a qué dedicarlos: ¿les suena de algo?

martes, 21 de mayo de 2013

El VIH como enfermedad de la riqueza

En homenaje a Ned Hayes (1956-2013)

En contra de la percepción tradicional más extendida, la probabilidad de que una mujer africana adquiera el VIH no es inversamente proporcional a su estatus socio-económico (cuanto más pobre, más riesgo), sino al revés. Dos de las principales razones aducidas son el deseo de las mujeres de abandonar la escasez por medio del matrimonio con varones mejor situados que ellas y que a su vez mantienen varias relaciones paralelas y el hecho que relaciona el estatus superior de la mujer con el incremento de su actividad sexual.

Este fenómeno sin embargo no es observable sólo entre individuos según género y grupo socio-económico, sino también entre países. Ashley M. Fox, de la Escuela de Salud Pública de Harvard, ha estudiado los determinantes sociales y económicos de la serología del VIH en el África Subsahariana y ha encontrado ese tipo de datos que los anglosajones llamarían contra-intuitivos, y que aquí preferimos denominar anti-prejuicios.

Por ejemplo, explica el autor, existe un creciente corpus de evidencia que indica que no sólo los más pudientes, dentro de cada uno de los países subsaharianos, cuentan con mayor riesgo de exposición frente al virus, sino que las naciones más afectadas por el VIH son las que además tienen un PIB más elevado. A esta asociación de factores se la conoce como el gradiente seropositividad-bienestar: a mayor riqueza, más VIH.

Pero Fox no sólo indaga en la relación entre riqueza absoluta y extensión de la pandemia del VIH, sino también en la desigualdad como factor de riesgo. Tomando como medida distributiva de los recursos económicos el coeficiente Gini, nuestro investigador establece una asociación clara entre grado de desigualdad y carga de la enfermedad: cuanto más inequitativo es el reparto de la riqueza en un país subsahariano, mayor es su tasa de prevalencia del VIH.

La asociación entre desarrollo socio-económico y aumento de infecciones de transmisión sexual, incluyendo el VIH, parece tan sólida que incluso el descenso observado en lugares como Zimbabue se ha atribuido en parte a la acelerada crisis económica del país: al empobrecerse, los varones tienen menos recursos para mantener múltiples relaciones con más mujeres.

Como argumenta Fox, estas cifras deberían conducirnos a replantear ideas preconcebidas incrustadas en el imaginario colectivo (incluido el académico) y a repensar las estrategias de prevención de una de las dolencias que causa mayor impacto en amplias zonas de África.

[Esta entrada se publica conjuntamente con Health is Global]

viernes, 17 de mayo de 2013

La austeridad mata lentamente

David Stuckler y Sanjay Basu, dos profesores universitarios estadounidenses, acaban de publicar un libro que dará que hablar: “The Body Economic”. El flamante escrito lleva además por subtítulo la inequívoca frase “Por qué la austeridad mata”, una frase rotunda donde las haya.

Para quienes todavía esperamos que el correo nos entrega el texto completo, los autores resumen y adelantan sus tesis tanto en un artículo en, nada menos, The New York Times como en una ilustrada entrada en el blog EpiAnalysis.

A falta de una lectura detallada, sorprende que en sus sinopsis empleen repetidamente dos ejemplos, uno referido a Grecia y otro a España, más que cuestionables.

En el país heleno a principios de 2011 se detectó un aumento del número de casos de VIH superior al 50% concentrado en usuarios de drogas inyectables (UDI), un grupo que había sido minoritario en el perfil epidemiológico de la enfermedad. Stuckler y Basu asocian dicho incremento con las medidas económicas adoptadas por el Gobierno local y que han supuesto una reducción sin precedentes del presupuesto sanitario, incluyendo los programas de intercambio de jeringuillas. Sin embargo, una lectura más atenta de los datos sugiere que el rápido crecimiento de los nuevos casos de VIH en Grecia puede tener su origen en el desplazamiento de migrantes UDI desde países vecinos como Bulgaria. Aunque esta interpretación ha recibido críticas, resulta plausible dadas las características de transmisibilidad del virus. Cierto es que sin medidas tan restrictivas nuestros convecinos del otro lado del Mediterráneo tal vez hubieran estado en mejores condiciones de hacer frente a este repentino crecimiento de la población en riesgo, pero de ello no se puede deducir que la austeridad per se conduzca al aumento del VIH a corto plazo: es necesario que se den otros factores coadyuvantes.

Pero lo que resulta a todas luces incomprensible es que los dos académicos insistan en utilizar el incremento de la tasa de suicidios en España como argumento irrefutable de que la austeridad mata, por la sencilla razón de que dicha tasa no sólo no ha subido sino que ha estado descendiendo en los últimos años, tal como recoge el Instituto Nacional de Estadística:
 

Como explican Galindo y Llaneras, claro que existe relación entre crisis económica y tasas de suicidio, pero ésta no es lineal y puede quedar contrarrestada por otras variables, como la robustez de la red de seguridad familiar, que en España parece bastante sólida.

Sabemos que la austeridad ha disparado la desigualdad socioeconómica y que ésta se asocia a una mayor mortalidad, por lo que nos atrevemos a augurar que las políticas de austeridad sí tendrán efectos deletéreos para nuestra salud, pero serán a más largo plazo. Y peores.

martes, 7 de mayo de 2013

La importancia de ser noruego

[Esta entrada se ha publicado originalmente en el blog 3.500 millones]

Noruega es uno de los países menos desiguales del mundo y también de los más sanos: sus tasas de mortalidad infantil y materna, por ejemplo, están entre las más bajas del planeta. Que la igualdad económica y la buena salud vayan de la mano no es una casualidad: está ampliamente demostrado que la primera es un potente determinante de la segunda. Y eso vale para Noruega como para prácticamente cualquier otro lugar.

Nuestros vecinos nórdicos son también una de las naciones más generosas: este año dedicarán 5.300 millones dólares a cooperación al desarrollo: el 1% de su PIB, ahí es nada. Mientras, en España, el año pasado no superamos el 0,15% de nuestro propio PIB, lo que casi no llega a 2.000 millones de dólares. Está por ver cómo acabará 2013, pero no pinta bien. 

De acuerdo, el dinero no lo es todo. También están las prioridades políticas, es decir, a qué se va a dedicar el montante, sea mucho o poco. Noruega lo tiene claro: su prioridad es abordar las crecientes disparidades ya no tanto (o sólo) entre países ricos y pobres, como sobre todo entre los ricos y los pobres dentro de cada país. Y se lo toma tan en serio que un eje fundamental de su acción en desarrollo será ayudar y pedir a los receptores de su abundante ayuda que aumenten sus propios esfuerzos por recaudar impuestos y distribuir mejor sus riquezas entre su población. Si nosotros hemos conseguido que toda la sociedad se beneficie de los ingresos derivados de nuestros recursos energéticos, vosotros también podéis repartir mejor lo que vais generando, vienen a decir.

En España, el IV Plan Director de la Cooperación Española aprobado a finales de 2012 apuesta, al menos sobre el papel, por la lucha con la desigualdad: le dedica un apartado y el término salpica reiteradamente el texto. Desde entonces, para nuestro pesar, las palabras igualdad y desigualdad han ido paulatinamente desapareciendo del discurso oficial, hasta el punto que el Secretario General de Cooperación Gonzalo Robles no las menciona ni una sola vez en su última comparecencia ante el Congreso, el 17 de abril.

¿A qué se debe este giro? Les ofrezco dos opciones: o bien el Gobierno nunca creyó de verdad en hacer del combate de la desigualdad una prioridad de la ayuda al desarrollo, o bien los responsables de las políticas de cooperación han llegado a la conclusión de que no podemos pregonar fuera lo que no cumplimos dentro. Ustedes eligen.

Noruega disfruta, es un decir, de un promedio de 4,5 horas de luz solar diaria, lluvia 13 días al mes, y una temperatura anual media de 6,2ºC. En la distancia, no puedo dejar de fantasear con la idea de que por una vez no estaría nada mal intercambiar un poco de nuestro calor por algo de su coherencia.

 

lunes, 22 de abril de 2013

El libre comercio no puede con la tuberculosis

La Organización Mundial del Comercio (OMC) defiende que “la apertura de los mercados nacionales al comercio internacional, con sus justificadas excepciones o una adecuada flexibilidad, alentará y contribuirá al desarrollo sostenible, aumentará el bienestar de las poblaciones, reducirá la pobreza y promoverá la paz y la estabilidad”, lo que no es poco.

Si el libre comercio conduce al bienestar reduciendo la pobreza, ello debería significar una disminución de las enfermedades que están asociadas a esta última, como la tuberculosis. Siguiendo la lógica del argumento, un país con una alta carga de esta enfermedad la podrá mitigar si sus niveles de pobreza descienden, lo que podría conseguir, según la OMC, abrazando políticas de libre comercio.

¿Es eso cierto? Kayvan Bozorgmehr y Miguel San Sebastián, dos investigadores de la Universidad de Umeå en Suecia, han querido averiguar si el hecho de que un país adopte el libre comercio tiene impacto sobre la incidencia de la tuberculosis. Los resultados fueron publicados la semana pasada en la revista “Health Policy & Planning”.  

Los autores del estudio tomaron los 22 países con mayor carga de tuberculosis y relacionaron la evolución de su tasa de incidencia de tuberculosis entre 1990 y 2010 con una seria de indicadores que mostraban su grado de exposición al libre comercio. Tras un análisis estadístico francamente complejo con el que quisieron controlar un buen número de variables de confusión, concluyeron que adentrarse en el proceloso mundo de la liberalización económica no mejoraba la incidencia de esa enfermedad. Es más, el único factor que pudieron asociar de manera positiva fue, curiosamente, la pertenencia a la OMC: los países miembros de esta organización tenían mayores tasas de tuberculosis que los no miembros, y un mismo país tendía a tener más tuberculosis después de su ingreso en la institución que antes.
 
Puede que el libre comercio facilite una mayor fuente de ingresos nacionales, pero parece que eso no es suficiente para hacer frente a las enfermedades asociadas con la pobreza. Al menos, no para la tuberculosis. En otra investigación publicada en 2012, George Ploubidis y sus colegas de la LSHTM estudiaron la relación entre las tasas de incidencia y prevalencia de esta enfermedad y sus determinantes socio-económicos a lo largo de la década 2000-2009 en los países que comprenden la región europea de la OMS. Sus datos concluyen que tanto la evolución del PIB como la distribución de éste entre los diferentes grupos de población condicionaban hasta el 50% de la variabilidad de la tasa de tuberculosis, lo que indica que no sólo es cuánta riqueza se genera, sino también, y con el mismo grado de importancia, cómo se reparte.

jueves, 18 de abril de 2013

¿De qué mueren los niños en los países ricos?


Es conocida la relación entre desigualdad de ingresos y mortalidad infantil en países en desarrollo, e incluso el hecho de que los niños de países de ingresos medios con mayores tasas de desigualdad doméstica tienen menos probabilidad de recibir intervenciones sanitarias esenciales que los de países más uniformemente pobres.

 ¿Sucede lo mismo en el otro extremo de la balanza? Hace unos días UNICEF daba a conocer su nuevo estudio sobre la situación de la infancia en los países desarrollados, que bien podría haberse llamado sobre informe sobre el malestar de la infancia en medio de la abundancia. Y ello porque pese a la evidencia de los progresos, sigue habiendo datos sorprendentes, como la muy mala clasificación de países de altos ingresos como EE UU, Canadá o el Reino Unido en la tabla de mortalidad infantil, definida como la posibilidad de fallecimiento antes de los 12 meses de vida por cada 1.000 nacidos vivos.

Una interpretación espontánea de estos datos, que es la que sugiere UNICEF, es que no se trata tanto de una cuestión económica como de voluntad política: al fin y al cabo, insisten, las cifras no establecen una relación entre la riqueza nacional medida por el PIB de los países y el correspondiente grado de bienestar infantil (que además de la tasa de mortalidad infantil incluye otras dos variables).

¿Pero qué ocurre si en vez del PIB empleamos el índice de desigualdad económica interna como indicador? Eso es lo que hicieron D. Collison y sus colegas en un artículo aparecido en 2007 en la revista Journal of Public Health. Utilizando datos publicados precisamente por UNICEF entre 2003 y 2006 y que correspondían al período 2001-2004, relacionaron el nivel de desigualdad de los 21 países más ricos de la OCDE para los que disponían de datos con sus tasas de mortalidad infantil, en esta ocasión antes de los cinco años.

Los resultados fueron contundentes: existía una fuerte correlación entre el nivel de inequidad en la distribución de los ingresos dentro del país y la tasa de mortalidad infantil (<5 años). Dicha correlación persistía incluso al excluir en el análisis a EE UU, para eliminar el posible grado de distorsión del gigante norteamericano:
 
 
Es cierto que los criterios de UNICEF son diferentes (mortalidad hasta los 12 meses y lista más amplia de países) y tal vez el mismo análisis arrojara otros resultados. Ello no obsta para creer que las conclusiones de Collison y sus colegas podrían seguir siendo actuales, y que lo que de verdad amenaza la vida de los niños no es el nivel de riqueza del país sino su distribución desigual.

miércoles, 20 de marzo de 2013

Los ricos también enferman

Con pocos días de diferencia se han publicado dos informes de salud, uno europeo y otro estadounidense. El del viejo continente ha sido elaborado por la oficina europea de la OMS, cuyo alcance geográfico, conviene recordar, va mucho más allá de ese artefacto conocido como UE. El “European Health Report 2012” nos relata tendencias que no por conocidas vamos a dejar de recordar: que vivimos cada vez más, que esa ganancia en años es francamente desigual por género (los hombres, peor), grupo poblacional o país, que nos morimos sobre todo de enfermedades no transmisibles, y que sin embargo seguimos, sobre todo en el Este, con pandemias rampantes de VIH/SIDA y muy destacadamente de tuberculosis. Hasta aquí, lo esperable.

El informe estadounidense es harina de otro costal. El “US Health in International Perspective: Shorther Lives, Poorer Health” se pregunta cómo es posible que el país del mundo que más gasta en salud por persona al año presente una menor esperanza de vida y una mayor tasa de enfermedad y lesiones que cualquier otra nación de altos ingresos; es decir, que tiene más muertes prematuras y peor salud que la propia UE, pero también que Japón, Canadá o Australia. Estas diferencias se pueden detectar en todos los grupos de edad: desde la proporción de niños que no alcanzan los cinco años de edad, pasando por los jóvenes y adolescentes, hasta llegar a los mayores de 50 años, todos los estadounidenses viven menos o peor de salud que sus pares en otros países de similares ingresos. La mayor probabilidad no sólo se observa en las enfermedades más comunes, sino también en las lesiones por accidentes de tráfico o (esto ya es más previsible) por armas de fuego.
La respuesta rápida de la mala salud del tío Sam sería culpar a la persistencia de amplias bolsas de pobreza y de enraizadas desigualdades raciales. Pero como bien explica Steve Woolf, Presidente del Comité que redactó el informe, incluso entre personas de mayor poder adquisitivo, las de raza blanca, y, aquí viene lo mejor, con estilos de vida saludables (no fuman, no beben, hacen ejercicio), los indicadores son significativamente peores que entre sus contrapartes del resto del mundo.

Igual que ocurre con la felicidad, el dinero no siempre hace la salud.