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miércoles, 9 de octubre de 2013

Equidad es la palabra de moda

En el campo de la cooperación internacional, y no digamos ya en el de la salud global, no existe hoy día artículo de revista, discurso inaugural o entrada de blog que se precie que no mencione el término mágico, equidad. Por el contrario, en los albores del nuevo milenio, hace poco más de una década, apenas si se citaba fuera de los círculos académicos. Pareciera como si la comunidad del desarrollo en su conjunto hubiera experimentado su particular epifanía, cual Pablo de Tarso camino de Damasco. Pero, ¿por qué precisamente ahora?

El parámetro más socorrido para medir la equidad en el disfrute de la salud ha sido y es la esperanza de vida al nacer, y no cabe duda de que la disparidad entre países ha aumentado ostensiblemente en los dos últimos siglos, como bien ilustra el bueno de Hans Rosling: hace 200 años las naciones eran casi todas pobres y tenían una esperanza de vida escasa (inferior a 40 años), un estado que la revolución industrial se encargó de modificar abriendo una brecha imparable hasta la situación actual, en la que el más longevo (Japón, 83 años) vive casi un 77% más que el menos (Sierra Leona, 47 años).

Se podría decir entonces que el hecho de que la equidad esté ahora en boca de todos no es más que un reflejo de una nueva y palmaria realidad. No exactamente. Ya en 1842, Edwin Chadwik mostró que la esperanza de vida media en el Reino Unido oscilaba, según el grupo social, entre los 15 y los 57 años: una divergencia de 3,8 veces (¡casi el 400%!). Así que puede que por entonces los países todavía no se distinguieran mucho entre sí pero sus habitantes ya sufrían fuertes desigualdades.

Comprender por qué la equidad ha devenido el vocablo talismán de políticos, expertos y activistas no es sencillo y probablemente obedece a múltiples factores. Tampoco lo es entender cuáles son sus múltiples aristas y qué implicaciones tiene para las organizaciones que trabajan sobre el terreno, como el Instituto de Salud Global de Barcelona. Sobre todo ello habla un nuevo documento titulado El poder, el dinero y los recursos: la equidad en salud en un mundo globalizado" , escrito por quien esto suscribe y editado por ISGlobal, y cuya lectura crítica alentamos desde aquí. Esperemos que os sea útil.

[Esta entrada se ha publicado originalmente en Health is Global]

miércoles, 2 de octubre de 2013

Gasto público en salud en la agenda post-2015: piénsenselo dos veces

Parece que la idea de que la Cobertura Universal de Salud (CUS) sea uno de los objetivos-paraguas de la agenda post-2015 gana cada día más adeptos, pese a sus limitaciones conceptuales y empíricas.

Ahora bien, una vez nos hemos puesto de acuerdo en qué queremos falta hacerlo en cuánto toca paga a cada quién. Un grupo de expertos establecido por Naciones Unidas acaba de difundir su propuesta, y a los países de altos ingresos nos tocaría dedicar un mínimo del 5% de nuestro PIB a gasto público en salud, además de aportar un 0,1% a la ayuda internacional en el mismo campo.

En España el gasto público en salud ha disminuido ostensiblemente en un corto espacio de tiempo pero todavía en 2011, último año para el que disponemos de datos, se situaba en el 6,8% del PIB, un porcentaje que supera en nada menos que 18.000 millones de euros ese mínimo que proponen nuestros expertos internacionales. Así que quienes creen que el sistema público español de salud contiene demasiada grasa y apuestan por descremarlo pueden ahora blandir los datos endosados por estos reputados defensores de la reducción de las inequidades por el expeditivo método de igualar hacia abajo. Eso sí: al mismo tiempo, y si nos atuviéramos a la literalidad del texto, como parte alícuota estaríamos obligados a aportar por lo menos 1.000 millones anuales a la cooperación internacional en salud, todo lo cual no se antoja fácil de explicar a nuestros sufridos conciudadanos.

No es el único elemento sorprendente de esta propuesta. Dado que la media de gasto público en salud de los países de la OCDE está en el 6%, fijar un mínimo del 5% tendría su lógica si la desviación típica fuese amplia. No es el caso: de los 34 miembros del club de los más ricos, sólo siete (Corea del Sur, México, Turquía, Chile, Estonia, Polonia e Israel; estos tres últimos por unas pocas décimas) están por debajo del mágico umbral del 5%. Es decir, que es apenas el 20% el número de países de altos ingresos que deberían esforzarse en incrementar su gasto público en salud.

La pregunta es: ¿qué sentido tiene establecer un objetivo de inversión pública mínima en salud a partir de 2015 que el 80% de quienes deberían cumplirlo ya lo hace ahora? Esperemos que los autores de la propuesta, todavía sujeta a discusión pública, recapaciten y marquen nuevas metas porcentuales. De lo contrario es previsible que cuente con pocas simpatías entre las sociedades contribuyentes a la solidaridad internacional.

[Esta entrada se ha publicado originalmente en Health is Global]

miércoles, 25 de septiembre de 2013

La legitimación de las ayudas internacionales en salud

En el campo de la cooperación al desarrollo se emplea el término “coherencia de políticas” para llamar la atención sobre la importancia de que lo que hace la mano izquierda de un Gobierno no lo sabotee la derecha. Un ejemplo clásico ha sido el hecho contradictorio de que el mismo donante que a través de su departamento de cooperación sufragaba generosamente proyectos de salud en regiones pobres, por medio de otro departamento contrataba para sus propios centros a personal sanitario formado y necesitado por esas mismas regiones, la conocida fuga de cerebros.
 
Pero existe otro tipo de coherencia política a la que apenas se presta atención pese a su creciente relevancia: aquella que dicta que lo que se defiende en la arena internacional sea lo mismo que lo que se establece y lleva a la práctica a escala nacional. Resulta chocante que cada vez más países estén de acuerdo con que el objetivo de salud de la agenda post-2015 sea la cobertura universal, y que incluso lo proclamen enfáticamente, al mismo tiempo que mantienen o ponen en marcha decisiones que excluyen o entorpecen el acceso a sus propios servicios sanitarios públicos a grupos poblaciones especialmente vulnerables dentro de su jurisdicción.
 
Esta incoherencia puede generar problemas de legitimidad social de las políticas de cooperación. Tomemos las discusiones sobre cómo vamos a financiar la cobertura universal de salud: los expertos están proponiendo cálculos basados en lo que podría denominarse una cuota justa expresada como el porcentaje del PIB que cada nación debiera dedicar al gasto público en esa área.
 
Recientemente, uno de esos multitudinarios grupos asesores de Naciones Unidas que tanto abundan ha difundido su propuesta: un mínimo de gasto del 3% del PIB para los países de bajos ingresos; el 3,5% para los de ingresos medio-bajos; el 4% para los de ingresos medio-altos; y el 5% para los de ingresos altos; a lo que se añadiría una cofinanciación internacional en forma de ayuda del 0,1% del PIB de esos mismos países ricos.
 
Suena razonable, ¿verdad? Pero si utilizamos a España como referencia no lo es tanto. Tras el acusado descenso del bienio 2010-2011, el país dedica en la actualidad el 6,8% de su PIB al gasto público en salud. A falta de recomendaciones individualizadas, y si nos atenemos a los umbrales promedio del grupo asesor, España todavía tendría margen para recortar hasta un 1,8% de su PIB (18.000 millones de euros), lo que sin duda imposibilitaría la viabilidad de su sistema, que ya se encuentra en situación precaria. En paralelo, además, el país debería asegurar unos 1.000 millones (el 0,1% de su PIB) anuales de cooperación en salud.
 
Tal escenario de recortes es hipotético y, esperemos, improbable. El problema es que su sola enunciación con la carga de autoridad que quien la hace puede alienar todavía más la legitimación social de los desembolsos económicos que requiere la cooperación en salud de los donantes, la manida coartada de los gobiernos. Los expertos deberían ser más cuidadosos.

martes, 13 de agosto de 2013

Asociar, demostrar, elegir

El hecho de que dos fenómenos se den en paralelo en el tiempo no demuestra que uno sea la causa del otro, ni siquiera que estén asociados entre sí. Tanto asociación como causalidad deben establecerse según mediciones estadísticamente rigurosas.

Tras la aprobación de los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM), Naciones Unidas ha ido publicando informes sobre su grado de cumplimiento crecientemente positivos, pese a las brechas pendientes. Una lectura espontánea inferiría que gracias a los ODM el mundo está hoy mejor que hace una década, algo con lo que no todo el mundo está de acuerdo.

Howard S. Friedman trabaja como estadístico en Naciones Unidas. Parece que el hombre ama de veras su profesión ya que se tomó dos meses sabáticos que dedicó a estudiar si la adopción de la Declaración del Milenio supuso o no una aceleración en los indicadores de progreso de los ODM, publicando los resultados como investigador independiente. Su conclusión es llamativa: el acuerdo de septiembre de 2000 no ha supuesto un aumento en el ritmo de cumplimiento de la mayoría de objetivos de desarrollo. En el caso del subgrupo de indicadores que sí han experimentado una aceleración, ésta casi siempre ya ocurría antes de que se formalizara el compromiso internacional.

Friedman insiste en que sus datos no excluyen necesariamente que gracias a los ODM las aceleraciones se hayan mantenido en el tiempo o que se hayan evitado desaceleraciones. Tampoco descartan que haya habido un efecto acelerador en regiones del mundo concretas, como por ejemplo África Subsahariana o países que reciben mucha AOD. Pero tomado como un todo, que es lo que él hizo, entiende que su impacto ha sido prácticamente nulo.

Las reacciones no se han hecho esperar, y personalidades como el ubicuo Jeffrey Sachs han cuestionado la validez de un análisis de datos no desagregados. La desagregación demostraría, según los críticos, que la ayuda sí ha servido allí dónde era más necesaria.

Esa es precisamente la cuestión que quieren dirimir Charles Kenny y sus colegas del Centro para el Desarrollo Global de los EE UU: si los países que recibieron más ayuda han mostrado mejores indicadores de los ODM. No parece el caso: las naciones que están más cerca de alcanzar los objetivos han recibido en general menos donaciones que las que están más lejos. Hay alguna excepción, como el subgrupo de países que han avanzado más rápido de lo esperado en la reducción de la mortalidad infantil, que sí recibieron más ayuda acumulada entre 2001 y 2010 que los que no, aunque, advierten, la diferencia no es estadísticamente significativa.

Kenny y sus colegas creen que disponemos de evidencias para afirmar que la ayuda focalizada ha servido para mejoras en áreas concretas, pero que tenemos que ser precavidos a la hora de hacer asunciones sobre qué es lo que marca la diferencia en su conjunto, si la cantidad de dinero invertida o una selección más inteligente de los objetivos.

miércoles, 3 de abril de 2013

Cobertura Universal vs. Esperanza de Vida

Tras la resolución de la Asamblea de Naciones Unidas de diciembre pasado respaldando la idea parecía que no había más discusión que saber cómo conseguirlo: la Cobertura Universal de Salud (CUS) sería la gran apuesta del sector para la agenda post-2015, la que, en teoría, debe sustituir a los actuales ODM. La cosa estaba cruda, porque muchos han defendido –y siguen defendiendo- que después del boom de la década del 2000 a la salud se le ha pasado el turno. Pero los reiterados llamamientos de la OMS a centrarse en una única meta para soslayar el divide-y-vencerás parecían haber dado fruto: todos a favor la CUS.

La Cobertura Universal de Salud es un sistema por el que un país proporciona a sus ciudadanos un paquete básico de servicios de salud sin que ello les ponga en riesgo de gastos catastróficos. Suena excelente, pero no está exento de polémica: dejando al margen lo problemático de definir quién puede acceder, a qué y quién lo paga, la principal crítica nace de la evidencia de que el acceso a servicios, aunque importante, no es el único factor para aumentar el estado de salud de los individuos. Determinantes sociales tan poderosos como la educación, el agua y el saneamiento, el estatus socio-económico y otros pueden, en ocasiones, tener igual o mayor influencia. En definitiva, la CUS no es un indicador de resultado sino un medio de intentar conseguir más salud, por lo que, según sus oponentes, no sirve como objetivo del milenio.  
Así las cosas, a la susodicha le ha salido una seria competidora: la esperanza de vida. Se trataría de fijar unas metas de ganancias en años de vida al nacer para los países menos desarrollados, sean en términos absolutos (alcanzar los 60 años en una década, por ejemplo) o relativos (aumentar un 10% anual durante la próxima década, otro ejemplo). Parece fácil, pero no lo es. La esperanza de vida media no mide su reparto entre grupos poblacionales desiguales, lo que podría llevar a la paradoja de que un país la mejorara al tiempo que incrementa la distancia entre los grupos que viven más y los que menos. Para solucionarlo podrían establecerse metas de aumento de años diferenciadas por poblaciones según su punto de partida. Eso tampoco está exento de dificultades técnicas, empezando por las enormes deficiencias de registro de individuos en la mayoría de países pobres: lo que no se cuenta, no existe.
En el trasfondo del debate subyace la cuestión de si preferimos poner nuestros esfuerzos en la equidad en el proceso (CUS) o en el resultado (esperanza de vida). Aunque como argumenta Amartya Sen, puede que ambos aspectos sean indisociables.

lunes, 18 de marzo de 2013

El bueno, el malo y el feo del desarrollo global


En economía decimos que un bien es público cuando su disfrute por parte de una persona no impide el de otras, o también cuando su consumo por parte de un sujeto beneficia a otros que no son consumidores. Se suele poner como ejemplo de bien público no excluyente, es un decir, la defensa nacional, y referirse a las vacunas como el típico bien que genera externalidades positivas.

En la última década, la salud global se ha poblado de bienes públicos: los programas de inmunización, la I+D, el control de enfermedades transmisibles, las regulaciones sanitarias o la protección del medio ambiente, se consideran todos ámbitos que requieren de la acción colectiva internacional si queremos que lleguen a buen puerto.

El problema es que los bienes públicos han tenido un encaje difícil en el modelo tradicional de la cooperación para el desarrollo, donde han sido acomodados como buenamente se ha podido. Esto es así porque dicho modelo se ha basado esencialmente en la transferencia de recursos de Norte a Sur: el rico da al pobre para que alivie sus enfermedades y pase menos hambre, en la esperanza de que algún día se encuentre algo mejor y pueda salir adelante por su cuenta.

El nuevo atlas de la distribución de recursos ha hecho que tal visión devenga obsoleta y ha realzado todavía más la relevancia de contar con un nuevo enfoque de la cooperación adecuado para atajar los retos planetarios, esos que algunos proponen denominar los “malos globales”. En dicho enfoque, se entiende, deberán tener más peso el intercambio de conocimiento y la corresponsabilidad financiera: si todos nos beneficiamos, todos debemos contribuir.

El feo del asunto es que ponernos de acuerdo sobre qué malos son los prioritarios para que los buenos los contrarresten va a resultar harto complicado. Ante la dificultad de manejar el goteo continuo de propuestas sobre cuáles deben ser las metas que sustituyan (o no) a los actuales ODM, el británico Overseas Development Institute ha puesto recientemente en marcha una práctica web que las compila y clasifica por áreas, objetivos, países y otros indicadores. Hasta la fecha han registrado nada menos que 179. Y todavía quedan tres años.

¡Nuevo objetivo: acabar con la extrema riqueza en 2025!


El primer objetivo de desarrollo del milenio (ODM) del grupo de ocho todavía vigente, al menos formalmente, es erradicar la pobreza extrema y el hambre. En concreto, la meta 1A persigue reducir a la mitad, entre 1990 y 2015, el año límite, la proporción de personas con ingresos inferiores a 1 dólar por día. A pesar de que la crisis financiera ha enlentecido el ritmo, según Naciones Unidas estamos en camino de alcanzar el objetivo de reducción de la pobreza.

Disminuir o incluso erradicar la pobreza extrema, sin embargo, no necesariamente garantizará la salud de las poblaciones dentro de los países: dependerá del grado de igualdad entre ellas. Existe abundante evidencia de que a igual PIB per cápita, los países más desiguales son más insanos. En ocasiones incluso países con un PIB menor pero más igualdad presentan mejores indicadores de salud que otros con mayor PIB y mucho más desiguales.

Es por eso que el informe presentado el pasado mes de enero por Oxfam Internacional en Londres es tan relevante. Según sus cálculos, los 240.000 millones de dólares que ganaron los 100 mil millonarios más ricos del planeta en un sólo año, 2012, podrían hacer pasar a la historia la extrema pobreza ¡varias veces!

Con únicamente una modesta fracción de su descomunal patrimonio, las 100 personas más pudientes del planeta podrían ayudar a hacer del mundo un lugar más justo, seguro y saludable. No sin ironía, la organización británica ha sugerido que tras la fecha límite de 2015, en la que oficialmente expiran los actuales, debe adoptarse un nuevo ODM: acabar con la extrema riqueza antes de 2015. Aunque no todo el mundo está de acuerdo en que eso sea la solución, como es habitual. Mientras tanto, me pregunto qué pensará Amancio Ortega de todo esto.