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jueves, 20 de marzo de 2014

Los límites de la apropiación nacional

Uno de los grandes principios por los que debe regirse la cooperación internacional al desarrollo para darse por buena es el de apropiación. Parte de los 5 magníficos originales de la Declaración de París, se sustenta sobre la idea-fuerza de que el receptor de la ayuda no puede ser un mero espectador, sino el actor principal que decide cuál es beneficio a obtener, cómo se persigue y a quién alcanza.

El principio de apropiación ha sido hasta ahora más fácil de expresar que de cumplir. Son múltiples las críticas que señalan que la manía controladora del donante, lo que técnicamente denominamos condicionalidad, ha encontrado siempre el camino por imponerse: a veces con subterfugios, otras de cara y sin complejos.

Paradójicamente, la reorganización de los flujos financieros internacionales (lo que en Occidente llamamos crisis) va a ayudar a que los procesos de apropiación nacional de las políticas se acelere, incluso contra la voluntad del país receptor. De hecho, cada vez más voces abogan por poner ahora el énfasis también en la mejora de la redistribución interna de los recursos, y no, o no solo, en paliar la desigualdad de ingresos en el Norte respecto el Sur. Es una idea atrayente, sí, pero que presenta algunas importantes limitaciones.

Tomemos como ejemplo los dos grandes mecanismos multilaterales de cooperación en salud: el Fondo Mundial de Lucha contra el SIDA, la tuberculosis y la malaria, y la Alianza Global por la Inmunización y las Vacunas (GAVI). Ambos organismos cuentan con estrictos criterios de elegibilidad: si el PIB per cápita del país que solicita apoyo crece por encima de un determinado umbral, queda fuera. Cierto, no de sopetón: se le concederá un periodo transitorio. Una vez acabado éste, sin embargo, debe valerse por sí mismo.

Este enfoque presenta un problema fundamental, y es que no garantiza que los grupos de población que se beneficiaban de la presencia del programa multilateral vayan a recibir el mismo apoyo ni en términos cuantitativos ni cualitativos por parte de su propio gobierno. Sabemos por ejemplo, que en aquellos lugares en los que sólo por muy poco GAVI no actúa, la tasa de vacunación infantil es sensiblemente menor que en otros sitios más pobres pero merecedores de la atención internacional.

También sabemos, por poner otro ejemplo, que el Fondo Mundial mantiene el apoyo a la prevención del VIH entre grupos socialmente excluidos incluso en países de rentas medias por temor a que pese a contar con recursos suficientes las autoridades locales no lo consideren una prioridad, o no lo consideren a secas. ¿Qué sucedería si, siguiendo la lógica del principio de apropiación, decidiéramos que ya no es nuestra responsabilidad financiar esas políticas?

viernes, 13 de septiembre de 2013

¿Ayudamos a los países o ayudamos a las personas?

En los últimos años, una buena parte de los países en vías de desarrollo están llevando a cabo un importante esfuerzo por aumentar la financiación con recursos propios de sus programas de salud: pandemias como el VIH o la tuberculosis merecen una creciente atención financiera por parte de los gobiernos locales. Pero, ¿es esto suficiente?

Amanda Glassman  y Yuna Sakuma del Centro de Desarrollo Global de los EE UU nos avisa de que los datos más recientes confirman una tendencia inalterada también de estos últimos años: que la carga de enfermedad se concentra cada vez más en los países de ingresos medios, y en especial en un populoso grupo de cinco conocido como los PINCI: Paquistán, India, Nigeria, China e Indonesia.

Una de las implicaciones de este fenómeno es que un creciente número de personas pobres se ven excluidas de las ayudas internacionales canalizadas a través de organismos multilaterales como el Fondo Mundial de Lucha contra el SIDA, la Tuberculosis y la Malaria o la Alianza GAVI de vacunación infantil. Esto ocurre porque los criterios de elegibilidad de dichos organismos se basan en la renta per cápita promedia del país candidato a recibir apoyo, no del número total de sus habitantes que puedan catalogarse como pobres.

Por tal razón, Glassman y Sakuma proponen que entidades como el Fondo Mundial o GAVI cambien sus políticas y tomen como punto de partida las necesidades de las personas y no, o no sólo, la de los países. Según su punto de vista un pobre debería ser merecedor de ayuda con independencia de si vive en un país que en su conjunto también lo sea o de que habite en otro cuyos ingresos medios sean más elevados.

El enfoque que proponen nuestras colegas estadounidenses plantea sin embargo varios desafíos en los planos de la responsabilidad, el impacto y la legitimidad: ¿cómo se articula la ayuda a países de ingresos medios y crecimiento económico constante de forma que sus gobiernos no se desentiendan de su cuota de responsabilidad para hacer frente a la pobreza de sus nacionales?; ¿cómo se asegura que la transferencia de recursos no ahonda más en la brecha de la desigualdad nacional?; y, no por último menos importante, ¿cómo convencemos a las atribuladas sociedades de los países donantes que es justo y conveniente utilizar sus impuestos para luchar contra la pobreza en territorios que parecen avanzar económicamente a mejor ritmo que ellas mismas?

Antes de optar por cambiar de criterio y ayudar a las poblaciones en vez de a los países, estos y otros interrogantes deberían quedar resueltos.

martes, 3 de septiembre de 2013

Financiación de la respuesta al VIH: tres estudios, tres reflexiones

En las últimas semanas se han publicado tres estudios sobre quién paga qué en la respuesta internacional a la pandemia del VIH. Cada uno de los trabajos plantea una pregunta sobre la que cabe detenerse.

El primero es del Centro para el Desarrollo Global de los EE UU, y lo firma un equipo encabezado por Victoria Fan. La investigación se centra en analizar los flujos financieros del Programa del Presidente para la Mitigación del SIDA (PEPFAR) en tres sentidos: qué tipo de mecanismos ha empleado el Gobierno estadounidense para efectuar los desembolsos, qué contratistas y receptores de ayudas han recibido qué cantidades y, lo que aquí más nos interesa, qué países han sido priorizados y qué tienen en común, si algo.  Fan y sus colegas llegan a la conclusión de que las principales características de los países más favorecidos por PEPFAR son dos: el número absoluto de habitantes con VIH mayores de 15 años y el haber sido designado o no por el Congreso de EE UU como país prioritario del programa. Este hecho conduce a resultados sorprendentes: Ghana, por ejemplo, tiene tantos casos de VIH como Vietnam en términos absolutos pero su prevalencia es mucho mayor, y sin embargo entre 2004 y 2011 el primero ha recibido sólo una quinta parte de lo asignado al último, lo que parece tener que ver con que éste es prioritario para el Congreso estadounidense, lo que no es el caso de aquél. ¿Es la salud o era la política?

El segundo estudio es de Carlos Ávila y sus colegas de ABT Associates,  ONUSIDA y RTI International, y trata de dilucidar cuál ha sido el peso del esfuerzo financiero local para hacer frente al VIH en los países de ingresos medios y bajos. Los analistas muestran que las contribuciones propias de estos países se triplicaron entre 2000 y 2010, hasta el punto de que en ese último año el esfuerzo local conjunto (7.600 millones de dólares) ya superaba el internacional (7.500 millones de dólares). Llamativamente, los dos factores predictores del aumento de los esfuerzos nacionales fueron el incremento del PIB y el de la prevalencia del VIH. ¿Llegaremos a un papel residual de la ayuda internacional en el abordaje de la pandemia?

El último trabajo lo firma Omar Galárraga en nombre de un equipo multinacional que ha contado con el apoyo económico de la Fundación Gates. Galárraga y sus colegas han calculado las cantidades que los países deberían aportar a sus pandemias de VIH en función de factores como la cantidad de personas que viven con VIH en su territorio, la renta per cápita, el tamaño relativo del sector salud y el servicio de la deuda externa por habitante. El resultado es sorprendente: 17 países con alta prevalencia de VIH contribuían menos de lo que se esperaba de ellos, aunque si lo hicieran en tal cantidad el total tras sumarle las donaciones internacionales se situaría por encima de sus necesidades. Contrariamente, 27 países contribuyen con sus propios dineros más de lo que se esperaría por sus características, aunque al añadir los recursos internacionales que reciben la cifra final está por debajo de lo que les hace falta. ¿Estamos castigando al cumplidor?

jueves, 8 de agosto de 2013

Suponer, asociar, demostrar

El primer pálpito que sentimos cuando los datos muestran una mejora de los indicadores de salud en países que han estado bajo el foco de la cooperación al desarrollo es: la ayuda internacional funciona. Es un impulso razonable, ya que una mayor disponibilidad de recursos puede, bien utilizada, incrementar la salud de las comunidades. De ahí la insistencia en que se mantengan o incluso multipliquen los flujos financieros hacia las naciones menos desarrolladas y en que se cumplan los compromisos asumidos por los gobiernos de naciones con altos ingresos.

Pero, ¿hasta qué punto es plausible atribuir una relación causal entre las donaciones del Norte y el crecimiento de la esperanza y la calidad de vida en el Sur? La salud responde a variables multifactoriales de las que el insumo de recursos monetarios internacionales hacia los programas sanitarios es sólo una parte. En ocasiones, la subida sostenida del PIB nacional o su distribución más igualitaria, por ejemplo, juega un papel más relevante.

Con el encomiable objetivo de determinar el impacto tangible de la ayuda internacional en la evolución epidemiológica de las tres grandes pandemias, un grupo multinacional liderado por Thyra E. de Jong ha llevado a cabo una revisión sistemática de la literatura científica publicada al respecto. El trabajo ha sido patrocinado por el Fondo Mundial de Lucha Contra el SIDA, la Tuberculosis y la Malaria.

El equipo de investigadores quería explícitamente determinar si existe una relación atributiva entre inversión por un lado y más salud por el otro, y no una mera asociación estadística entre ambos fenómenos. Es decir, no les bastaba con mostrar que los flujos de recursos han coincidido en el tiempo y el espacio con una mejora en los datos sobre las tres enfermedades, sino que era imprescindible conocer la cadena causal completa.

Sorprendentemente (o no), sus estrictos criterios de búsqueda sólo arrojaron 13 artículos correspondientes a 11 estudios llevados a cabo en África y Asia entre 2003 y 2011. Es más: de ésos, apenas dos documentaban todos los estadios de la cadena causal, desde la financiación y el despliegue de los programas hasta los resultados e impactos. Afortunadamente, en ambos análisis la relación causal era positiva.

De Jong y sus colegas insisten en que, probablemente, es verdad que más dinero fresco en forma de ayuda al desarrollo conlleva mejores indicadores de salud, pero no basta ni con suponerlo ni, desde luego, limitarse a establecer la asociación estadística entre ambos elementos: hay que demostrarlo. Y con rigor.  

martes, 21 de mayo de 2013

El VIH como enfermedad de la riqueza

En homenaje a Ned Hayes (1956-2013)

En contra de la percepción tradicional más extendida, la probabilidad de que una mujer africana adquiera el VIH no es inversamente proporcional a su estatus socio-económico (cuanto más pobre, más riesgo), sino al revés. Dos de las principales razones aducidas son el deseo de las mujeres de abandonar la escasez por medio del matrimonio con varones mejor situados que ellas y que a su vez mantienen varias relaciones paralelas y el hecho que relaciona el estatus superior de la mujer con el incremento de su actividad sexual.

Este fenómeno sin embargo no es observable sólo entre individuos según género y grupo socio-económico, sino también entre países. Ashley M. Fox, de la Escuela de Salud Pública de Harvard, ha estudiado los determinantes sociales y económicos de la serología del VIH en el África Subsahariana y ha encontrado ese tipo de datos que los anglosajones llamarían contra-intuitivos, y que aquí preferimos denominar anti-prejuicios.

Por ejemplo, explica el autor, existe un creciente corpus de evidencia que indica que no sólo los más pudientes, dentro de cada uno de los países subsaharianos, cuentan con mayor riesgo de exposición frente al virus, sino que las naciones más afectadas por el VIH son las que además tienen un PIB más elevado. A esta asociación de factores se la conoce como el gradiente seropositividad-bienestar: a mayor riqueza, más VIH.

Pero Fox no sólo indaga en la relación entre riqueza absoluta y extensión de la pandemia del VIH, sino también en la desigualdad como factor de riesgo. Tomando como medida distributiva de los recursos económicos el coeficiente Gini, nuestro investigador establece una asociación clara entre grado de desigualdad y carga de la enfermedad: cuanto más inequitativo es el reparto de la riqueza en un país subsahariano, mayor es su tasa de prevalencia del VIH.

La asociación entre desarrollo socio-económico y aumento de infecciones de transmisión sexual, incluyendo el VIH, parece tan sólida que incluso el descenso observado en lugares como Zimbabue se ha atribuido en parte a la acelerada crisis económica del país: al empobrecerse, los varones tienen menos recursos para mantener múltiples relaciones con más mujeres.

Como argumenta Fox, estas cifras deberían conducirnos a replantear ideas preconcebidas incrustadas en el imaginario colectivo (incluido el académico) y a repensar las estrategias de prevención de una de las dolencias que causa mayor impacto en amplias zonas de África.

[Esta entrada se publica conjuntamente con Health is Global]

viernes, 12 de abril de 2013

El matrimonio es malo para la salud (de las mujeres)

[Esta entrada se publica conjuntamente con Health is Global]

Contra la que idea de que el VIH afecta sobre todo a los más pobres, varios estudios han mostrado de manera consistente en el tiempo y hasta ahora que las mujeres africanas tienen más riesgo de adquirir el virus que causa el sida conforme su estatus socio-económico es superior. 

¿Por qué? Las razones aducidas son básicamente dos: una, que las mujeres profesionales africanas tiene más parejas sexuales consecutivas a lo largo de su vida (en forma de monogamia serial); y dos, que muchas mujeres alcanzan un mejor estatus precisamente al contraer matrimonio con hombres más pudientes que a su vez tienen más de una pareja sexual concomitante.

La relación entre el estado marital y la vulnerabilidad de las mujeres frente al VIH lleva tiempo documentándose. Lo que es más novedoso es la evidencia de que para muchas de ellas el matrimonio es una vía de escape de la pobreza que obedece a un cálculo racional que se va reajustando según un análisis de coste-beneficio.

Una investigación cualitativa recién publicada en Global Public Health ilustra este hecho. Lucy Mkandawire-Valhmu y sus colegas han analizado la relación entre matrimonio y VIH entre un grupo de mujeres seropositivas del sur de Malaui, un país pobre en el que las mujeres son todavía más pobres que los hombres.

Para las 72 participantes en doce grupos de discusión, casarse obedecía básicamente a dos deseos: escapar de la pobreza y hacerse compañía entre ambos esposos. Tales deseos persistían incluso frente a la evidencia de que tanto las normas culturales como su propia experiencia vital les decían que su marido tendría sexo regular fuera de ese matrimonio.

Con frecuencia dichas mujeres, que experimentaban asiduamente violencia doméstica, o eran abandonadas tras el nacimiento de sus hijos o bien se quedaban viudas, tras lo que volvían a casarse una o dos veces consecutivas más: en el itinerario, en algún momento, acababan siendo diagnosticadas por VIH.

Tras esas vivencias una parte de ellas considera sin embargo que el matrimonio ya no les compensa por lo que finalmente han preferido ser pobres de nuevo y volver a estar solas antes que juntarse con otro hombre:

Sufrí por un largo tiempo. Estar con un hombre no me beneficia en nada. Sólo aumentarán mis problemas. Prefiero quedarme sentada en mi casa [lo que supone pasar hambre y soledad] e intentar que mi vida siga adelante”.

lunes, 18 de marzo de 2013

Los riesgos del ascensor social (para las mujeres)


La idea de que pobreza y enfermedad están íntimamente ligadas subyace en prácticamente cualquier conversación en torno a la salud global. Que ambas condiciones se retroalimentan en lo que se ha venido en llamar, reiteradamente, un círculo vicioso, ha devenido axioma en el sector. De hecho, existen abundantes pruebas de que tal relación bidireccional es firme, aunque en ocasiones algunos datos inesperados nos hacen preguntarnos hasta qué punto es así.

Está claro que el VIH/SIDA es una enfermedad que empobrece si no se tiene acceso a los cuidados necesarios, como todavía sucede en muchas partes de África: la persona afectada, usualmente en edad productiva, no puede trabajar, y un familiar debe abandonar sus propias tareas o la escuela para hacerse cargo del enfermo. Lo que no está tan claro es que la pobreza per se sea un factor de riesgo para la adquisición del VIH.

Un goteo de estudios llevados a cabo en diferentes países africanos a lo largo de varios años y resumidos por Gillespie y sus colegas en 2007 indicaron que no existe una clara correlación entre pobreza y riesgo de adquirir el VIH, y que de hecho, especialmente cuando hablamos de mujeres, lo contrario puede ser más fácil de sostener: las investigaciones tendieron a encontrar una asociación positiva entre un mayor estatus socioeconómico y el VIH. Dicha asociación también podía establecerse con la migración económica (la que se emprende por el deseo de mejorar la propia situación), pero no, en general, respecto al nivel educativo, que solía tener un carácter protector.

Otra investigación posterior, publicada en 2008 y llevada a cabo en Tanzania, abundaba en la misma línea: a mayor estatus socioeconómico de la mujer, mayor probabilidad de riesgo frente al VIH. En este caso, ni siquiera el nivel educativo actuaba como contrapeso, como en los otros. Una más reciente todavía, en forma de tesis doctoral de 2011, no sólo establece una asociación entre riesgo de VIH y mayores ingresos entre un grupo de mujeres de Camerún, sino que tal relación también es positiva respecto al grado de acceso al sistema de salud, el poder sobre las decisiones domésticas y, en contra de toda expectativa, el grado de conocimiento del VIH.

A veces, pensar fuera del marco establecido puede ser más cercano a la realidad que conformarse con una frase hecha.

[Esta entrada se publicó originalmente en el blog de ISGlobal]